Quien no logra reproducirse,
morirá como si no hubiera existido.
Al borrarse su rastro biológico,
será sólo un fantasma para la humanidad.
Hasta los 30 años no tuve el instinto de formar una familia; menos, de tener hijos. Como Jesús, opino que las relaciones familiares obstaculizan la comunicación genuina con el resto de los seres humanos, pues el privilegio de sangre anula la valoración justa de cada uno, estableciendo la lógica del clan: los que están dentro y los que están fuera. Con esta visión, disfrutaba alegremente mi soltería.
Pero recibí un flechazo fuerte e instantáneo al conocer a mi actual mujer. De golpe me encontré arremolinado en una vorágine de amor. No sólo se traducía en relaciones sexuales maximales, sino en un gran extrañamiento cuando no estaba con ella por las noches. ¡Yo, que nunca había extrañado a nadie! Esa dificultad para dormir solo, absolutamente novedosa en mi vida, me condujo a la necesidad de establecer convivencia.
Seis años disfrutamos de nuestra relación sin hijos propios. Jamás mi mujer me pidió tener uno. Ella ya tenía los suyos.
Fue algo que, también inesperadamente para mí, surgió naturalmente. Fue el deseo de reproducir en otras personas la belleza física y espiritual de mi amada. Y también de reproducir mis propios quilates y mi propia cultura, aunados a los de ella, en un ser nuevo, “fabricado” por nosotros mismos.
A esta visión subjetiva, simplemente amorosa, se le fue superponiendo en mi mente otra más trascendente. La conciencia de la finitud de mi vida me llevó a contemplarme como eslabón provisorio en la cadena vital de la humanidad. La humanidad, percibida como un ser que transcurre en el tiempo A TRAVÉS de la vida específica de los seres particulares que la componen. Me di cuenta de que sólo tenía una chance de participar físicamente en ese proceso, y era contribuyendo a la prolongación de la cadena genética. Si ésta se corta, la humanidad desaparece. Si sólo nosotros no contribuimos a ella, entonces todo rastro nuestro desaparece.
Así, con mi esposa planificamos tener dos hijos, que resultaron varón y mujer, repitiendo en pequeño la Creación (“varón y hembra los hizo”, Génesis).
No fue el impulso de llenar nuestras vidas para tratar de paliar nuestras frustraciones personales a través de estos nuevos seres. Fue simple fruto de la fuerza del amor a otra persona, y del amor a nosotros mismos.
Pero no se trata sólo de la posibilidad de prolongación genética. Los hijos brindan a los padres una oportunidad máxima de inculcar valores y conocimiento. “Nuestros” valores y “nuestro” conocimiento. Que esa oportunidad se utilice efectivamente es otra cosa. De hecho, conozco educadores de profesión que son un fracaso con sus hijos. ¿Cómo aspirar a educar hijos ajenos sin poder hacerlo con los propios? Tener un hijo no sólo es la prolongación genética automática. Es la posibilidad de la prolongación cultural. No porque le lavemos el cerebro para hacerlos idénticos, sino porque una cultura se compone de miles de sutilezas que conforman un estilo de pensamiento y de acción, aunque los objetivos sean diferentes. Y la convivencia de tantos años es la oportunidad óptima para hacer la tradición de esos valores y de ese conocimiento. Algo quedará.
Podría plantearse un cuarto motivo para procrear, en este caso de tipo ecológico: recibimos una vida y debemos una vida. Si no nos reproducimos, morimos en deuda con la naturaleza, porque habremos consumido un capital genético sin reponerlo. No hacerlo sería como constituirse en parásito de la humanidad.
Quien no siente el deseo de procrear es porque ni tiene un amor que valore tanto que desee reproducirlo en otro ser, ni se siente motivado por participar, física o culturalmente, del futuro de la humanidad. Se lo deja a otros. En todo caso, su participación cultural se limita a su propia acción cultural sobre los demás, ya sea a través de escribir un libro o similar.
Con todo esto no quiero decir que siento que mis hijos sean lo más importante de mi vida. Son muy importantes, pero hay otras cosas que también lo son: la música, el pensamiento, ciertas comidas y bebidas, y así siguiendo. Ellos son personas con voluntades e intereses independientes, muy distintos a mí y a mi esposa. Pero sí los siento como mi prolongación física, que es lo que objetivamente son, y eventualmente cultural. Por eso nunca me sentí mortificado por el dinero y el tiempo que puse en ellos, como no me siento mortificado por el dinero y el tiempo que destino a mí. No lo traduje en acciones perdidas, ni en viajes o ropa que no pude adquirir. Lo adquirí para ellos, que son mi prolongación.
Me apenan los CÁLCULOS de ventajas supuestamente perdidas por tener que dedicarse a ellos. ¿Cuánto vale prolongarnos? ¿Nada? ¿Hay que engullirlo todo ahora, antes de desaparecer para siempre, sin dejar el menor rastro? ¿Perderme de mirar televisión vale más que cambiar un pañal? ¡Encima con lo que difunden por televisión! ¿Lleva más tiempo cambiar un pañal o pasear un perro y limpiar su caca? Un pañal cambiado con amor, con sentido de educación y futuro, vale tanto como regar una planta. Además, ¿es razonable acumular toda nuestra energía y entusiasmo sólo en nosotros, seres destinados en breve a la muerte y putrefacción? ¿Quién depositaría todo su dinero en un banco que se va a fundir? Y nosotros somos un banco que se va a fundir. ¿No es razonable acumular al menos un poco de nuestros esfuerzos en seres nuevos y jóvenes, que estadísticamente podrán llegar un poco más adelante que nosotros, repitiendo luego ellos esa misma reinversión en sus propios hijos, vivificando y mejorando nuestra cultura?
Para compartir este enfoque que sostengo se requieren tres insumos básicos: antes que nada, el amor a nosotros mismos, sentirnos valiosos; luego, la capacidad y efectividad de amar a otra persona concreta con la cual construir nuevos seres (lo cual requiere, respectivamente, predisposición y suerte), para depositar en ellos no sólo nuestros genes sino también nuestras creencias e ideas; y, finalmente, valorar a la humanidad. Al menos a una porción del resto de nuestros semejantes: no sólo presentes, sino también pasados y futuros, para tener ganas de alimentar el desarrollo de la especie. No es que yo piense que la humanidad es absolutamente valiosa. Lo es en pequeño porcentaje: el grueso de la actividad humana es sólo miedo y avaricia (que en definitiva es una forma de miedo). Pero, justamente, el instinto de proteger y agrandar la pequeña porción valiosa conduce a procrear de manera deliberada.
A mí no me da lo mismo que la Tierra esté en el futuro habitada por líquenes, cucarachas o seres humanos; y, además, prefiero un cierto tipo de ser humano a otros tipos. Estoy orgulloso de muchas conquistas de nuestra especie, como estoy orgulloso de los progresos argentinos, aunque nuestra historia esté repleta de miseria y errores. Una sociedad de seres que no desearen reproducirse desaparecería en menos de medio siglo. A mí esa desaparición de la humanidad me produce tristeza, porque pienso en todo lo valioso que se perdería. Desde la música de Beethoven hasta los churros con chocolate.
¿Cómo resolví la contradicción entre crear una familia y lo que afirmo en el primer párrafo? Simplemente no la resolví. Trato de morigerar la tendencia al clan, y a valorar lo más objetivamente posible a cada persona con la que me relaciono. En definitiva, los protestantes revolucionaron el cristianismo, entre otras cosas, permitiendo que el ministro de su culto conforme familia. No parece que a los católicos les haya ido mejor con el mantenimiento a rajatabla del celibato de sus sacerdotes. Resumiendo, tal vez la familia sea un mal necesario, pero el menos inadecuado.
Creo que la práctica de la homosexualidad realizada, con exclusividad, es elegida, inconscientemente, como forma de relacionamiento por ser el anticonceptivo más perfecto, y que quienes la practican tienen una fobia máxima hacia la posibilidad de su propia reproducción. Podría tratarse de una venganza contra sus ancestros, como quien les dice: “ustedes me jodieron; yo los jodo cortándoles la cadena genética”. Objetivamente, no deja de ser una auto-esterilización reproductiva social, porque una pareja de homosexuales no puede reproducirse a sí misma. Puede jugar a que se reproduce, pero no hacerlo efectivamente. Seis mil años de historia muestran que nunca una sociedad de homosexuales logró trascendencia, sino que se fueron disolviendo, por imposibilidad de procreación.
Asimismo, cabe destacar que una enorme proporción de personas simplemente se reproducen porque les gusta más mantener relaciones sexuales sin los atenuantes al placer que significan muchos métodos anticonceptivos, o porque lo viven automáticamente como un mandato religioso, el “id y henchid la Tierra”. O, lo que es peor, porque todos lo hacen y temen ser diferentes y quedar descolocados socialmente. Es decir que la enorme mayoría de los nacimientos se produce por desidia, por miedo o por moda. No es novedad que el amor genuino es escaso. Aun a uno mismo.
En ese sentido, hay que reconocer que es mejor no procrear que hacerlo por temor religioso, por descuido o, peor aún, por compromiso. La idea no es tener hijos para cumplir ni con Dios, ni con nuestro hedonismo ni con la sociedad o con nuestra pareja. La idea es tener hijos para ser más pleno.
Como toda esta cadena de razonamientos es insuficiente para penetrar la dura coraza de la egolatría, del aislamiento emocional con respecto a todo lo que no sea nosotros mismos, sugiero la visión reflexiva de una obra de arte suprema como lo es el film Las Alas del Deseo, de Wim Wenders, co-escrita con Peter Handke. El arte es el mayor vehículo de autoredención.
Tengamos presente que Buenos Aires es todavía demasiado joven como para volverse tan rápidamente vieja por culpa del egoísmo miope.
Que en la era de la comunicación, la incomunicación no nos estanque.
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(*) Reflexiones motivadas por el artículo Seremos pocos y más viejos, del semanario Noticias Urbanas del 18/7/2013, donde se transcribió la siguiente reflexión de una señorita, para ejemplificar el por qué del estancamiento demográfico porteño: “La verdad es que los hijos estuvieron en el horizonte, siempre fueron una idea a futuro. Con todos mis novios pensé nombres para nuestros hijos, esas cosas que se hacen. Pero siempre pensándolo en presente, fue una negativa. En la adolescencia hubiese sido una catástrofe, en los veinte, muy inoportuno, y ahora, con 30, sigo sin sentir las ganas. La diferencia hoy es que por la edad empiezo a sentir las ganas. La diferencia hoy es que por la edad empiezo a sentir la presión del entorno. Particularmente este año, no pasa un día en que no me tiren un palo para que sea madre, o que sugieran que quiero ser madre y por eso desvío mi instinto materno con un perro y el deseo de otro perro, o que, por eso también, estoy planificando comprar un auto. Y me viene pasando que tanto palo me pega mal, y me da por rebelarme: más insisten, menos quiero. Sin embargo, no me siento inmune a la presión, en algún punto me preocupa “no tener ganas”. Me pregunto: “¿Y cuándo voy a querer?”, “Voy a querer, ¿no?”. Por ahora, pensar en hijos se me asemeja al caos. A postergar mis tiempos por otra persona. Y no me siento con ese grado de generosidad. Para mí, familia tipo es sinónimo de infelicidad. Veo a las familias muy sacadas, muy desencajadas. Una familia feliz me parece sospechosa, me sorprende, me resulta anormal. A veces estoy viendo tele y pienso: con un hijo estaría dando la teta o cambiando un pañal. O me levanto un sábado al mediodía y digo: con un pibe esto se acaba para siempre. Después, veo adolescentes y digo: los chicos son lindos hasta los cinco. Después, el colegio, madrugar, la pubertad, la edad del pavo… ¡no me seduce! Hasta me encuentro preguntándome por qué la gente quiere tener hijos. ¿Qué quiere la gente que quiere hijos? ¿Para qué quiere tenerlos? A mí, lo único que más o menos me cierra es que me gustaría conocerlos. Descubrir qué personalidad tendrían, qué les gustaría, qué les divertiría. Tendría hijos por la curiosidad de saber quiénes serían. Así que mi situación es esta: por ahora no los quiero, temo no quererlos nunca, y pienso en la maternidad todos los días.” Gracias al semanario y a la señorita por motivarme.