Mario, Mónica, champagne y tomo I de Spengler, en el lago Gutiérrez (1995)
Diciembre de 1994 resultó inolvidable para quienes trabajábamos por entonces en finanzas corporativas. La explosión del Tequila (el mercado financiero mexicano) derrumbó la alimentación del mercado financiero argentino (como tantos otros) y lo llenó de incertidumbre y angustia. En la empresa en que trabajaba, se frustró a dos horas de realizarse, una colocación inicial de acciones de una compañía controlada, con cuyo producido financiaríamos varios proyectos importantes en curso. Todos los planes volaron, en minutos, por los aires.
El estómago del Director de finanzas, no resistió tanta presión, y sucumbió a una úlcera con perforación, que le provocó intensos vómitos de sangre y una internación urgente por un par de meses. Su segundo, mi jefe, justo acababa de renunciar poco antes de estos acontecimientos. Así que me vi de pronto en la primera línea de batalla. Me telefoneaba el dueño de la compañía para indagar la suerte que iba encontrando al explorar diferentes alternativas de financiamiento local, para salir del paso.
Todas las ilusiones estaban puestas en un préstamo que nos daría por un año la que en esa época era una de las entidades bancarias privadas más importantes del país. Así que una de mis tareas principales, además de tapar agujeros por todos lados en la tesorería, era hacer pressing sobre el funcionario bancario correspondiente, Horacio S. Todos los días yo lo telefoneaba una o dos veces, para impulsar la concreción del crédito.
Llegados a fines de enero, resultó ser que Horacio se iba de vacaciones y que el préstamo quedaría pendiente de desembolso. No a causa de su vacación sino porque varios requisitos no se habían cumplido por imperio de la mecánica burocrática razonable: el dinero es tiempo. Esos dos meses me habían dejado exhausto y por lo tanto me pareció lógico sumarme a la ola vacacional para no terminar enfermo. Organicé los pagos de la tesorería durante las próximas dos semanas y también mis vacaciones.
Cuando le pregunté a Horacio dónde se iba, me dijo: “Me voy al culo del mundo. Necesito descansar. Nos vemos a mi regreso.” Como diciendo: “Estoy seguro de que no me vas a poder telefonear como lo venís haciendo. Me libero de tu pressing.”
Mi plan era viajar a Bariloche en auto, por lo que lo llevé al taller para una revisión general. El viernes que lo fui a retirar era un viernes particularmente intenso en tráfico vehicular. Al girar desde Av. Rivadavia hacia la derecha por Acoyte, traspasé un semáforo justo cuando está cambiando de verde a amarillo, envistiéndome un taxi que venía por la transversal, desde la izquierda, y que se había anticipado al cambio de semáforo, cruzando él con luz roja, para poder anticiparse a quienes le seguían detrás, a fin de girar por Acoyte en el mismo sentido que yo iba. Al impactarme justo en el medio (no me vió que yo venía circulando por la avenida porque él estaba mirando el tráfico para atrás suyo, ya que se disponía a doblar de un modo irregular, anticipándose al tráfico de su sentido) me desestabilizó el auto, torciendo mi rumbo hacia los autos que acababan de frenar sobre mi contramano. Mientras se rompían los vidrios delanteros y de mi ventanilla de conductor, pude ver cómo fatalmente mi auto, sin control, se dirigía a incrustarse sobre la moto que estaba justo más cerca, la que acababa de frenar a causa del cambio de semáforo. Sentí el impacto y terminé subido a la moto con la rueda izquierda, y habiendo impactado sobre el auto que estaba a su lado, en la pole position. Quedé estufacto: acababa de pisar a un ser humano. Yo sentía que estaba silencioso debajo de la rueda delantera izquierda de mi auto. No atinaba ni a bajarme del auto. Al unísono comenzó una sinfonía infernal de bocinazos de los autos que habían quedado retenidos sobre Acoyte, pues mi auto obstruía el paso. Algunos colectivos, aún en esa situación, embestían mi auto levemente, como para correrlo y poder pasar, como si allí no hubiera sucedido nada grave. Parecían tanques de guerra en plena acción militar. Comencé a caer en una súbita como profunda depresión. No podía ni bajarme del vehículo. Además la puerta del conductor había quedado trabada.
Croquis del desastre (limitado)
Cual no sería mi alivio cuando se asomó a mi ventanilla el conductor de la moto, como salido de la Nada, y me preguntó, amablemente: “Flaco, ¿estás bien? ¿te pasó algo?”. Me puse a llorar de la emoción. Esos segundos eternos, donde me sentía un asesino involuntario, habían cesado para siempre: este pibe había como resucitado. No entendía cómo.
Lo que había sucedido es que nunca llegó a estar debajo la rueda: había soltado la moto y, apoyándose en el capot del auto estacionado a su lado, había caído como Tom Cruise parado sobre la vereda. Los aplausos que yo había escuchado poco antes por parte de los transeúntes, no eran una cargada para mí, como había pensado, sino un premio por su hazaña circense, que le salvó la vida. No así la moto.
Luego de resolver los infinitos problemas prácticos del momento (tomar y brindar datos a los actores, organizar el retiro del auto de la calle, luego su traslado nuevamente al taller) me encontré en mi casa pensando cómo seguir con las vacaciones.
Ahora, al stress que tenía por el Tequila, se sumaba el evento del accidente. No soy callado, pero por varios días me quedé como mudo. La angustia no me dejaba hablar.
En un rapto de lucidez le dije a mi mujer: “Nos vamos igual en micro.” Así lo hicimos con sus 3 hijos: Fabián (15 años), Silvina (14) y Leonardo (13).
Cuando llegamos a Bariloche no tenía la menor idea de dónde alojarnos. Un taxista muy gentil (cargó 5 personas con equipaje) y comenzamos a deambular. Primero por la ciudad en sí: pero rápidamente me dí cuenta que no me complacía alojarme en el centro. Tampoco me sedujo la transitada Av. Bustillo, costanera sobre el lago Nahuel Huapi, llena de tráfico, ruido y olor a combustible. Le pedí que me acercara a la Dirección de Turismo. Allí raudamente tomé folletos y busqué en ellos lugares más apartados. Los indagamos con el taxi. Llegamos, un poco por búsqueda, un poco por azar, al lago Gutierrez. Hasta que apareció el lugar deseado.
Eran dos casitas, con planta baja y alta, cada una, independientes. Es decir, 2 x 2 = 4 cabañitas/casitas. La que estaba disponible era la de la planta baja derecha. El lugar se llamaba Los Castaños.
No había lugar libre para las 2 semanas que planeamos quedarnos. Debíamos tomar esa cabaña por 4 días, irnos 3 a otro sitio, y luego regresar por la cabaña de la planta baja izquierda. No abandonaría un lugar así por esa complicación, que me parecía menor comparada con el Tequila y con el choque sobre Acoyte.
Conozco lugares muy lindos. He viajado in extenso, y siempre con espíritu de aventura. Pero no recuerdo una vacación mejor que esa que tuvimos en Los Castaños. La rutina era muy simple: sentarme en una silla sobre la rivera del lago (rivera propia) y leer todo el día La Decadencia de Occidente de Oswald Spengler (tomo I), surtido al lado por un cajón de vino, cuyas botellas iba refrescando en el lago, atadas a una piolita aseguradora, a medida que las iba necesitando. De fondo, la ladera del Cerro Otto, el lago en sí, y los chicos entreteniéndose en la rivera, ya sea del lado de tierra firme o en el agua con el kayak del lugar. Un paraíso. Allí recompuse mi espíritu, mi alma, mi estómago.
El Paraíso del lago Gutiérrez (Fabián, Mónica y la escollera privada)
No fue un asunto menor descubrir el día que teníamos que dejar provisionalmente la casita, que quien venía a tomarla era Horacio S. No es chiste. Sé bien que la probabilidad matemática de que eso suceda es nula. Piensen bien: encontrarse dos personas que apenas se conocen, que no tienen ninguna información en común, en una casita sobre el lago. Justo en la misma casita, en el mismo momento del cambio. Ni en otra casita, ni en otro momento. Un verdadero milagro. Que no tuvo nada que ver con que luego, un mes más tarde, el préstamo se desembolsara, porque ni siquiera terminamos amigos con Horacio S, como la situación podría haber conducido. Siempre recuerdo sus palabras cuando iba a tomar posesión de nuestra cabaña (ahora suya) y me reconoció: “Flaco, ¿vos qué haces ACA?”. No se trataba de un sitio popular. Más bien un sitio por entonces despoblado. Su esposa había reservado el lugar con meses de anticipación, viéndolo en una revista del Automóvil Club Argentino. Sé que estaba seguro de que yo lo había seguido, para continuar acosándolo con el desembolso del préstamo. Luego se dio cuenta que sólo se trataba de una casualidad MILAGROSA.
Como dije, ese viaje quedó muy impregnado en mi espíritu, por todas las circunstancias que lo rodearon. Antes y durante su desarrollo. Para mí fue subir al Cielo para purificarme de tanta malaria. Y regresé nuevo. Todo se comenzó a solucionar con el desembolso del bendito préstamo puente. Llegando al poco tiempo al nacimiento de mis hijos: 1996 (Martín) y 1998 (Maira).
Pasaron desde esas maravillosas vacaciones 22 años. Los hijos de Mónica crecieron y se independizaron, rondando hoy los 35 años de edad. Mis hijos tienen 18 y 20, habiendo finalizado su adolescencia, una época incómoda para todos, como ninguna. Siempre había pensado en repetir la experiencia sobre el lago Gutierrez, de la que tenía tan buenos recuerdos. Sentí que el momento había llegado este verano. Luego de un par de años de vacacionar hijos y padres por separado, en diciembre 2016 acordamos tomarnos 10 días en Bariloche los 4.
Vía Booking.com busqué qué había sobre el lago Gutiérrez y reservé lo más parecido a Los Castaños. Si bien la zona habíase urbanizado mucho, seguía siendo relativamente tranquila. Así llegamos a Refugio del Lago.
Poco antes de partir, recordé que lo que había leído en 1995 era el tomo I de La Decadencia de Occidente de Spengler. Por lo tanto me pareció adecuado, o más bien necesario, leer en esta ocasión el tomo II (y último).
La simetría impregnó todo el viaje. Porque en las excursiones que emprendimos, visitamos la Bahía López, donde Mónica y yo habíamos realizado nuestro primer picnic en el primer viaje que hicimos juntos en abril 1990, cuando terminamos de enamorarnos. También visitamos la puerta del hotel Del Águila, donde nos alojamos en esa ocasión, haciendo testigos a nuestros hijos de esos hitos, fundadores de nuestra familia. E hicimos rafting como en la ocasión de 1995, aunque esta vez de aventura sobre el río Manso, en lugar de rafting manso sobre el río Limay. Y subimos a la confitería del Cerro Otto. Y al mirador del Gutiérrez y visitamos la cascada de los Duendes.
Al reproducir tantas escapadas, no pude dejar de pensar en los 22 años que habían transcurrido. Cómo en 1990 había enlazado mi corazón al de Mónica, y cómo en 1995 había concurrido al mismo lugar con sus 3 hijos adolescentes, y cómo ahora, 22 años después concurríamos con los nuestros jóvenes. Si bien es cierto que nada de eso pasó por casualidad, sino que fue elección, no dejaba de maravillarme el que haya sucedido de ese modo. Con un escenario fijo, el Lago, y actores itinerantes, nosotros. Lógicamente pensaba cómo se desarrollarían los acontecimientos dentro de 22 años, cuando yo tenga, eventualmente, 79 años.
Estas 3 escenas (noviazgo, vacación con hijos de Mónica, vacación con mis hijos) me dieron la sensación de una envolvente, visualizando unificadamente una familia que, con algunas incomodidades emocionales que sufrieron cada uno de sus miembros fundadores (situación propia de la construcción de una familia sobre otra), sin embargo había logrado mantenerse a flote y avanzar. Y que este viaje, permitía integrar en mi cabeza y corazón toda la historia de 7 personas ligadas entre sí por un amor, en torno al Lago Gutiérrez. Mudo testigo de esta evolución de corpúsculos de humanidad sobre la Tierra.
En síntesis, viajes simétricos que terminaron ligando en mi cabeza, 2 familias que son 1. Como el viaje.
Lamento que Spengler no escribiera su obra en 3 tomos…Pero nosotros sí podemos volver al lago Gutiérrez, y seguir “escribiendo” otro tomo de la historia de esta peculiar familia. Todos juntos.
Jamás habría llegado solo al lago Gutiérrez
(aunque pude disfrutar de mi soledad, concurriendo acompañado por 4)