“El que vive sin locura
no es tan cuerdo ni tan sensato como cree.”
La Rochefoucauld.
Si alguien hubiera tenido la oportunidad de hallarse el lunes pasado, a las 22,30 hs. (aproximadamente) en la biblioteca de la casa del Profesor Julián Almada, habría asistido a un espectáculo inolvidable. Seguramente, lo primero en llamar su atención habría sido una pistola calibre cuarenta y cinco, muy nuevecita con su correspondiente cargador completo y amartillada, ubicada cerca del ventanal. Una pistola de este tipo no tiene nada de espectacular. Es cierto. Puede verse un arma tal en la vidriera de cualquier armería del radio céntrico. Pero el leector coincidirá conmigo en que la escena se torna más interesante si agrego un detalle. Y es que el arma era sostenida por el mismo profesor Julián Almada, quien la apuntaba en esos momentos directamente hacia su sien. Aún hoy, no creo que haya elegido ese lugar de su anatomía por razones enteramente extramatemáticas. Pero no es eso lo más importante.
Llegué a relacionarme con Almada en virtud de nuestra común pasión por la matemática. El ejercía el cargo de director del Instituto de Investigaciones Matemáticas de la Facultad de Ciencias Exactas de esta ciudad cuando obtuve, hace seis años, el título de Licenciado en Matemática. Las recomendaciones de un par de profesores destacados de quien yo había sido alumno dilecto y la rendición de un brillante examen por mi parte me permitieron ingresar al instituto en calidad de becario condicional. Así fue como trabé relación con Almada.
Llegué a conocerlo en el mejor de los casos, tan mal como al resto de los mortales, pero no tanto como para no percibir, desde el principio, que a Almada le quitaba el sueño algo más que los problemas matemáticos. Como podrán ustedes comprobar enseguida, no era necesario poseer demasiada intuición para darse cuenta de ello.
Nuestra primera conversación fue muy extraña, como todas las que luego seguirían. Esperaba yo una especie de recibimiento protocolar y una charla formalmente informal sobre algún tema de moda en el ambiente, salpicado todo con el mutuo intercambio de citas de algunas frases de algunos célebres ya difuntos. Pero no. No fue así. Sí hubo unas breves palabras de recibimiento. Pero casi enseguida pasó Almada a un tema que jamás hubiera pensado se podría llegar a abordar en esa ocasión. No hubo siquiera un introito disimulado como para que el asunto no apareciera tan súbitamente en escena. Almada me preguntó:
-¿Qué piensa de la gente? ¿Le gusta la gente?
Casi no hace falta que confiese mi perplejidad ante esa pregunta en ese momento.
-Perdón. ¿Cómo dice profesor?
Almada se sintió molesto por tener que repetir una pregunta que seguramente, y a pesar de todo, hasta a él le resultaba un tanto extraña de formular.
-Le pregunto, Licenciado Gioffre, que piensa usted de la gente.
Cómo se relaciona Ud. con ella.
-¿Con qué gente profesor?
-Con la gente en general. Con los integrantes genéricos de la especie humana.
Medí mi respuesta pues sospeché que podría llegar a tratarse de algún disimulado exámen psicológico, de peso para decidir mi admisión definitiva al instituto en un futuro no lejano.
-Bueno, usted sabe que entre la gente hay de todo. No se puede generalizar. Depende del caso.
-Sí. Lo que usted dice es verdad. Pero yo le pregunté que le parece la gente en general. Qué opina de ella.
Era de nuevo la misma pregunta. Volver a esquivarla me parecía peligroso para mi futuro profesional, así que ensayé una respuesta que pensé agradaría a Almada.
-Vea profesor, en general no me interesa la gente. Me parece ridícula y vana. Y, por sobretodo, egoísta. Justamente por eso elegí la matemática. Nada de estúpidos problemas sociales, psicológicos o sentimentales, producto todo de la irracionalidad y el egoísmo.
Naturalmente, no era esto lo que pensaba, pero creí quedar así bien con Almada y de paso incitarlo a él a hablar del tema, pues todo esto comenzaba a intrigarme sobremanera.
-¡Ah! ¡Usted es de los míos! –exclamó eufórico- ya que lo quiere saber le diré lo que yo opino. Me molesta la gente. Fíjese usted. Veo la Tierra como una gran gusanera, llena de gusanos egoístas que se esfuerzan por chuparse unos a otros, aunque más no sea un poquito. Todas las relaciones humanas son relaciones de uso recíproco. Una chupadita acá, otra más allá…Ud. habrá notado que el acto sexual es la revelación suprema de esta verdad. Lo más cómico es que, en general se intenta ocultar el afán succionador tras el velo de la inocencia o, aún más, de la buena voluntad.
Pero si uno está atento, confirmará plenamente la letra del tango: “Verás que todo es mentira. Verás que nada es amor”. Creo que un gran acierto sería cambiar la costumbre de llamar a los hombres “Señor” y a las mujeres “Señora o “Señorita” y comenzar a decir: “¡Qué tal, Gusano Fulano!”. “¿Cómo está, Gusana Fulana?”. De ese modo no mantendríamos en la penumbra la verdadera naturaleza del ser humano. Sí; eso sería muy adecuado.
Pero no es solo la cuestión del egoísmo. Además, están también la de la apariencia y la de la estupidez. La vida de la mayoría de la gente es mucho menos espectacular de lo que ésta se esfuerza por mostrar. Y es tan poco espectacular que, en general, es aburrida, vacía y pobre. Pareciera que a la gente le interesase más que los otros crean que sirve de manera interesante que vivir así efectivamente. Por otra parte, si alguna felicidad logra el hombre moderno toda ella consiste en “divertirse”. El ser humano es un ser vano. Usted lo dijo bien. ¡Totalmente superficial! ¡Totalmente!
Yo escuchaba con atención, y solo aparentemente en calma, estas insólitas afirmaciones hechas por el director de un instituto de investigaciones matemáticas, de manera increíblemente locuaz, a un casi desconocido colega. No solo era el tema insólito en tal contexto, sino la manera totalmente artificial de plantearlo y aleatoria de abordarlo. Almada vomitaba sus conceptos sobre la especie humana de manera desordenada y casi como quien satisface una necesidad fisiológica que ha sido postergada más de la cuenta. No tenía la menor intención de interrumpirlo, por lo que seguí escuchando atentamente.
-Finalmente me queda decir algo sobre la estupidez humana, para completar el alegre cuadro. ¿Se fijó, Gioffre, la ligereza de los seres humanos para aceptar creencias? Muy distinto a lo que sucede en la matemática. Creo que lo que tiene de cómico y a la vez de trágico el mundo es que la mayoría de la gente apoya todos sus pensamientos y acciones en creencias tan arbitrarias como absurdas. Y la más graciosa y triste de todas ellas es la de creer, por vivir sumergidos en un mundo social, que sus propias creencias deben ser las que la mayoría sustenta.
En suma, el asqueroso juego de las relaciones humanas, ¡me enferma, Gioffre! ¡Me enferma! La falta de honestidad, de buena voluntad y de racionalidad. ¿Se da cuenta Gioffre? Los racionales debemos entrenarnos para vivir racionalmente felices en un mundo donde los irracionales constituyen una mayoría francamente aplastante. ¿Se da cuenta?
-Sí. Sí, profesor.
Yo seguía quietecito escuchando sus desordenadas y, dado mi modo de ver las cosas entonces, patológicas reflexiones.
-Así, todo lo que hallamos en general en los seres humanos es egoísmo, apariencia y estupidez. Tres aspectos distintos en una sola cuestión verdadera: el sinsentido de la vida humana. La futilidad de nuestra existencia como individuos y como especie.
Tal vez usted creerá que exagero. Muchos me lo han dicho. Pero no es así de ningún modo. Le voy a decir lo que pienso al respecto. Creo que la gente en general sólo halla aquellas verdades que, o bien los favorecen o bien les son neutras. Sólo intentan compaginar un final feliz en sus argumentaciones. Se quiere una visión optimista del mundo. Algo que no nos deprima. ¡Pero la lógica no respeta los sentimientos! Es por eso que ellos no ven lo que yo veo. ¿Me entiende Gioffre? ¿Me entiende?
Tuve inmensas ganas de decirle:
-Profesor, me parece que las cosas no son así. Usted recarga las tintas. En verdad la gente es, en general, egoísta, falsa e irracional. ¡Pero existen buenas personas!
En cambio me limité a contestar:
-Sí, profesor. Creo entenderle.
Este asentimiento no pareció afectarlo de ningún modo. Y así, tan súbitamente no le había dado rumbo a la conversación, de encargó de volver a cambiarlo.
-Bien, Licenciado Gioffre. Espero que su actividad en el Instituto sea fructífera para todos. Su oficina es la número cinco. Hasta pronto.
Dijo esto último con una sonrisa, que más que una sonrisa era una mueca desabrida.
-Hasta pronto, profesor –repliqué, con otra sonrisa, que supongo, sería del mismo tipo que la suya. Y me retiré a mi nueva oficina; a decir verdad, la única que he tenido.
Como se imaginarán, aquella tarde no hice nada excepto analizar esa extraña conversación. Mejor dicho, ese extraño monólogo. Si se hubiera tratado de otra persona no me hubiese afectado tanto. ¡Pero era el Profesor Almada! Director del Instituto, titular de Fundamentos de la Matemática, autor de un notable tratado sobre filosofía matemática (*) y de varios trabajos de investigación al respecto.
Los interrogantes eran múltiples. ¿La lectura de que filósofos le habría amargado así la vida? ¿Qué problemas o tragedias personales habrían contribuido a ello? Por otra parte, qué lo habría llevado a comunicarme a mí sus pesimistas reflexiones y a comentarlas tanto (según se podía inferir de “Muchos me lo han dicho”) con otras personas? ¿No era esa actitud incompatible con alguien que sostenía las opiniones que él sostenía sobre los seres humanos?
Pero no eran sólo éstas consideraciones acerca de la conducta del Profesor Almada lo que me despistaba y me producía cierta incomodidad psicológica. Era el tema mismo que había tratado. ¿No había más que algo de verdad en sus entrañas reflexiones? ¿Era un pesimista o qué? “¿Existen, verdaderamente, buenas personas?”- me preguntaba a mismo. “¿O detrás de todo semejante se esconde, inexorablemente, un gusano?”. “¿Verás que todo es mentira?”.
Así, del problema de develar los motivos del comportamiento de Almada mi atención pasó a centrarse en la cuestión misma que Almada había planteado de manera insólita, pero no menos impactante. A decir verdad, era un problema que había venido persiguiéndome de manera cuasi-subterránea desde hacía dos años.
Invertí (¿gasté?) el resto de la tarde en esas reflexiones y llegué a las siguientes conclusiones (¿conclusiones?).
. En el mundo existen optimistas puros. Son quienes, dada una situación, solo evalúan las posibilidades de felicidad que ésta presenta.
.También existen pesimistas puros. Son quienes, dada una situación, solo consideran las posibilidades de infelicidad.
.Por último, existen los realistas. Son quienes consideran todas las posibilidades. Pero a diferencia de los optimistas puros o de los pesimistas puros, no existen realistas que no le otorguen diferentes pesos a las diferentes posibilidades en diferentes momentos. Inexorablemente tienden al optimismo o al pesimismo. Lacónicamente: no existen realistas puros.
.De acuerdo a todo esto, la conclusión era clara. Almada era un pesimista puro, y yo un realista que esa tarde, influenciado por Almada, llegué a tender al pesimismo.
Esta cadena de proposiciones e inferencias no solo explicaba hasta cierto punto el comportamiento de Almada y la extraña inquietud que me produjo la conversación de esa tarde, sino que venía a tranquilizarme mucho. Muchísimo. Después de todo Almada era un exagerado, un solitario seguramente; enconado contra el mundo que él sentía que lo ignoraba. En fin, un renegado social. Una especie de loco de la guerra del ´39, con vestigios de la del ´14 y reminiscencias de otras anteriores; o sea que, si bien era Almada poseedor de una mente extremadamente talentosa (si es que el talento posee extremos), incurría en un error aún más peligroso que el de pensar con el corazón, como es el de sentir con la cabeza. Me reproché a mí mismo el haber hecho tanto caso a las opiniones de un evidente neurótico (para decir lo menos), con lo que no sólo me había amargado sino con lo que vine, en cierto modo, a confirmar esa estupidez humana de la que había hablado Almada esa tarde. La que vendría a convertirse en una inolvidable y maldita tarde.
Conversaciones como ésa se repitieron cada vez con más intensidad y frecuencia. Al principio era él quien volvía a sacar el tema. Pero, con el transcurso del tiempo, comencé a ser yo mismo quien trataba de caer en esos puntos. Y era muy extraño que así lo hiciera, pues esas conversaciones francamente me desagradaban.
Sin embargo, no podía resistir el impulso de sumergirme en esas reflexiones, tal como el arqueólogo no puede resistir el impulso que lo obliga a profanar la tumba maldita.
Las conversaciones con Almada comenzaron a hacérseme obsesivas. Me perseguían esas ideas de manera directa e indirecta. De manera directa cuando reflexionaba a solas en ellas (¡Cuántas veces repasé esas ideas! Una y otra vez. ¡Cuántas veces!). De manera indirecta cuando observaba mudamente a la gente en los colectivos, o caminando por la calle, o charlando en un café. Hasta mi propia novia y (lo que me resultaba más interesante) mis relaciones con ella se tornaron objeto de análisis. Comencé a observar a mis semejantes como si no lo fueran. Adopté paulatinamente la actitud análoga a la que adopta el científico con sus ratas de laboratorio. ¡Y lo peor era que confirmaba todas las observaciones de Almada! Era horrible. Trataba yo de convencerme de que todo era un contagio de pesimismo, una enfermedad pasajera que no duraría mucho. Pero pesimismo o realismo, mi visión del mundo fue trocándose paulatinamente en ésa: la de Almada. Las conversaciones habían tenido un efecto virósico en mí; me había inyectado tres o cuatro impresiones para desaletargar a esas sospechas cuasi subterráneas que me perseguían. Almada había logrado introducirme, en relativamente poco tiempo, a un modo de abordar la realidad. Aun método crudo que revelaba perfiles desagradables en todos los aspectos de la vida de los hombres. Me había corrido el cortinado del escenario de la vida y le había quitado sus máscaras a los protagonistas.
Mis relaciones con la gente comenzaron a empeorar. Más aún: se empezaron a diluir. Sólo saludaba secamente a mis conocidos cuando no podía evitar el fracaso de eludirlos. Dejé de ver por completo a mi novia. Al mismo tiempo incrementé la intensidad de los estudios de matemática hasta el límite de mis fuerzas intelectuales.
Me empecé a sentir muy mal. Mi soledad me enloquecía, pero los demás me daban asco.
Almada, por su parte, seguía como de costumbre. Él ya estaba entrenado desde hacía rato para funcionar así. Su cara lánguida; la mueca que remplazaba a su sonrisa; esa indiferencia para con todos.
Pero a partir del quinto año de mi desempeño en el Instituto (para ésa época yo ya era investigador independiente) lo empecé a ver muy mal a Almada. Ya no era ese manojo de ira contra los demás disimuladamente concentraba en un cuerpo de persona. Ahora esa ira lo incluía también a él. Era un individuo visiblemente molesto consigo mismo. Algo había cambiado en Almada. Algo muy importante.
Fue recién durante el transcurso del año siguiente cuando vine a enterarme, por medio de él mismo, de qué se trataba. No sé si dije que el profesor Almada trabajaba en Fundamentación de la Matemática; más específicamente, en la Teoría del Número. Yo también trabajaba en esa rama, y supongo que fue por eso que vino a verme.
Pero antes de seguir adelante relataré, para quienes aquí se asoman al tema, y de modo muy esquemático y simplificado, la manera en la que se encuentra fundamentada la matemática actualmente. El Análisis Matemático ha logrado reducirse a conceptos puramente algebraicos. A su vez, al Álgebra ha logrado apoyárselo en la Teoría del Número, en tanto ésta se fundamenta en la Teoría Lógica de los Conjuntos. Hace ya tiempo que se han detectado contradicciones en esa teoría, pero, dado que todo el edificio matemático funciona admirablemente, siempre se ha creído que esas contradicciones son salvables. Sólo hace falta tiempo.
Hechas estas breves pero suficientes aclaraciones, se podrá comprender ahora la importancia del trabajo que Almada me presentó ese día, bajo la promesa de que no lo divulgara. El profesor Almada había demostrado la imposibilidad de salvar esas antimonias en la Teoría de Conjuntos que afectaban al concepto de número basado en ella. O sea que, si los trabajos del profesor Almada eran correctos, ello significaba la imposibilidad eterna de fundamentar lógicamente el concepto de número. En otros términos, el concepto de número no era explicable racionalmente. Debía aceptárselo como una creencia. No podía basárselo en algo más obvio que asegurara la ausencia de contradicción. En el lenguaje de los lógicos: debía tomárselo como concepto primitivo.
El profano, tal vez, aún no ha entendido la importancia de esto; la trágica importancia de esto. “Y a mí, ¿qué?”, pensará seguramente. El común de los mortales, tal como decía el Profesor Almada, está acostumbrado a aceptar cualquier cosa. Pero el matemático que va a la base de los razonamientos (vale la pena aclarar que muy pocos matemáticos pertenecemos a ésta clase), desea fundamentar al concepto de número, complejo y huidizo, en un concepto más claro y accesible, más obvio y seguro, tal como los que ofrece la Teoría de los Conjuntos. Si esto no es posible, solo queda aferrarse a una idea primitiva del número, que es simple sólo en apariencia, pues el concepto de número es mucho menos ingenuo de lo que parece. De ahí el afán de simplificarlo para evitar toda posibilidad de contradicción posterior proveniente de utilizar un concepto no del todo claro.
A pocos días de haberme entregado el trabajo, Almada vino a verme. Me preguntó mi opinión. Le contesté que sus razonamientos me parecían correctos. Rigurosamente correctos. Su mirada estaba como perdida. Era la mirada de un loco, o de alguien que está apunto de pasar a serlo.
-¡Se da cuenta, Gioffre? -balbuceó- ¡Se da cuenta? También él es superfluo, irracional e inasible lógicamente. Toda la matemática parte de una creencia. De una idea compleja no demostrable a partir de las ideas más simples posibles.
No supe qué decirle. ¿Qué podía decirle? No era, el suyo, un descubrimiento que produjese alegría. Era un descubrimiento negro.
-Es el fin de la única razón de mi vida. Lo único que creía posible de ser libre de contaminación; lo único que creía puro, real y racional resulta ser una ficción no demostrable. He vivido yo también creyendo, engañado, ilusionado con un concepto, con una idea. Yo también he sido irracional sin darme cuenta. También mi felicidad ha consistido en “divertirme”, con la matemática. Ahora sí estoy seguro de que no se salva nada. Discépolo tenía razón.
Esa fue la ultima vez que lo ví con vida. La vez siguiente que oí hablar de él fue cuando se difundió, a la semana, la noticia del suicidio.
En realidad, ahora pienso que juzgué mal a Almada la tarde de nuestra primera conversación. Él, en realidad, veía las cosas humanas más claramente que yo; y que cualquiera. He pensado mucho desde aquel día en esas cosas. Mucho. Muchísimo. Tanto que me parece que fuera la única cosa en la que he pensado. La única… Además de la matemática, claro. Pero ahora, luego del descubrimiento de Almada, ésta ya no me interesa. A decir verdad, ya no me interesa nada. Para evitarle problemas a otros he decidido quemar el trabajo de Almada. Tal vez sea éste el último acto de bondad que me inspira un semejante.
Si alguien se encontrar en estos instantes (aproximadamente) en la sala que utilizo como living-comedor, escritorio y dormitorio al mismo tiempo, asistiría a un espectáculo inolvidable. Seguramente, lo primero que notaría sería un gran velador sin pantalla al costado de esta hoja. Y, a su lado, un frasco con veneno. Un frasco con veneno no tiene nada de espectacular.
Es cierto. Puede adquirirse en cualquier farmacia con cualquier pretexto. Pero el lector asentirá conmigo en que la escena se torna más interesante si agrego un detalle. Y es que acabo de tomar la mitad de las pastillas de ese frasco. Diez pastillas. El menor número que puede obtenerse con la suma de tres números primos distintos. Pero… ¡no es eso lo más importante ahora! ¡Debo apresurarme en averiguar por qué diablos quemé el trabajo de Almada si inexorablemente se cumple la frase del Discépolo. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por q…
Mario Luciano Arcesilao, pseudónimo utilizado para presentar el cuento al concurso.