por Mario Morando[1]
“Si me tuviera que ir a una isla desierta,
no llevaría libros sino discos.”
Julio Cortázar
Nacido un 24 de agosto, Borges era indiferente a la música. Alberdi y Cortázar, del 29 y 26 del mismo mes, eran melómanos.
Julio nació en 1914, junto con la palabra “jazz”, y se crió con el primer disco de jazz de 1917. A los ocho años aprendía piano clásico, por iniciativa de una tía, pero a los 13 descubrió a Armstrong, y comenzó a tocar la trompeta, para deleite propio y tortura de sus vecinos. Experiencia que terminó limitada a un ejercicio respiratorio para obligarse a tomar aire a través de su trompeta, compensando su propensión a inspirar humo.
Valoraba intelectualmente más el género clásico, pero su corazón estaba con el jazz.
“La música clásica no gana nada con unirse al jazz y el jazz aún menos. El jazz perdería todo. La importancia del jazz está en la manera en que puede salirse de sí mismo, no dejando nunca de seguir siendo jazz. Como un árbol que abre sus ramas a derecha, a izquierda, hacia arriba, hacia abajo…, permitiendo todos los estilos, ofreciendo todas las posibilidades, cada uno buscando su vía. Descubrí que, a diferencia de la música llamada clásica —expresión que detesto sin poder encontrar un equivalente— donde hay una partitura y un ejecutante que la interpreta con más o menos talento, en el jazz, sobre un bosquejo, un tema o algunos acordes fundamentales, cada músico crea su obra, es decir, que no hay un intermediario, no existe la mediación de un intérprete. Me dije que el jazz es la sola música entre todas las músicas, con la de la India, que corresponde a esa gran ambición del surrealismo en literatura, es decir, a la escritura automática, la inspiración total, que en el jazz corresponde a la improvisación, una creación que no está sometida a un discurso lógico y preestablecido, sino que nace de las profundidades.”
“Nadie ha podido explicar qué cosa es el swing. La explicación más aproximada es que si tenés un tiempo de 4×4, el músico de jazz adelanta o atrasa instintivamente esos tiempos, que según el metrónomo deberían ser iguales. Y entonces, una melodía trivial, cantada tal como fue compuesta, con sus tiempos bien marcados, es atrapada de inmediato por el músico con una modificación del ritmo, con la introducción de ese swing que crea una tensión. El buen auditor escucha ese jazz, lo atrapa por el lado del swing, del ritmo, de ese ritmo especial. Y mutatis mutandis, eso es lo que yo siempre he tratado de hacer en mis cuentos […], lo que ocurre en el final de mis cuentos, hasta qué punto está cuidado ese ritmo final. Ahí no puede haber ni una palabra, ni un punto, ni una coma, ni una frase de más. El cuento tiene que llegar fatalmente a su fin como llega a su fin una gran improvisación de jazz o una gran sinfonía de Mozart. Si no se detiene ahí se va todo al diablo.” (La fascinación de las palabras)
“Por eso me preocupan siempre las traducciones, porque a veces el traductor sabe traducir muy bien el contenido, pero tiene poca sensibilidad ante el ritmo del español y divide una frase en dos cuando no debe haberlo hecho porque el ritmo prolongado intencionalmente habría llevado al lector al compás de su swing.” (a O. Gonzalez, 1978)
Por un misterio que no llego a develar, cada vez que leo su obra, escucho su voz; como si él mismo me la estuviera leyendo en voz alta. Lo que no me sucede con ningún otro escritor. Como si sus ritmos mental, emocional y vocal fueran unísonos. Y al escribir en su ritmo, destilara literatura musical.
García Márquez relató que en un viaje en tren a Praga, Carlos Fuentes preguntó a Cortázar sobre el origen de la introducción del piano en la orquesta de jazz, cuestión que desarrolló con detalle –durante toda la noche– y de forma deslumbrante. (Goloboff, La biografía. Cortázar)
Su amor a la música derivaba naturalmente en amor a los discos:
“Quedan algunos, aquí y allá, para quienes un disco fonográfico sigue siendo lo que las tabletas mánticas para un corintio o un etrusco asomados al borde del abismo primordial: su propia esencia, su destino tembloroso. Duele entrar en las tiendas de música, ver a los clientes manejando esas fabulosas detenciones del tiempo, el espacio y la vida, tantas veces comprando voces de muertos, violines de muertos, pianos de muertos, saliendo con una exquisita muerte bajo el brazo para escucharla más tarde entre dos pitadas de cigarrillo y un comentario fortuito.” (Último round)
Al irse a París escribió: “Me llevo un solo disco, metido en la ropa; un viejo blues de mi tiempo de estudiante, que me guarda toda la juventud: Stack O´Lee Blues.”
“De modo que la aparición del disco (que es el equivalente de la página de los surrealistas) con su capacidad de conservar esas improvisaciones, le da a eso una calidad mágica, asombrosa y que para mí es uno de los signos más maravillosos de este siglo, una de las características más notables: el empalme puramente casual del disco como invención mecánica y del jazz como música.” (La fascinación de las palabras)
Lo intrigaba entender qué hay detrás de la mente de los músicos de jazz. En su cuento El Perseguidor expresó que Johnny, el protagonista-saxofonista, era “vehículo” ciego de un mensaje que le llegaba desde un más allá Absoluto:
“Johnny tiene razón, la realidad no puede ser esto, no es posible que ser crítico de jazz sea la realidad porque entonces hay alguien que nos está tomando el pelo. Pero al mismo tiempo a Johnny no se le puede seguir así la corriente porque vamos a acabar todos locos.”
Y hasta llegó a escribir, menos románticamente:
“Que la música salve por lo menos el resto de la noche, y cumpla a fondo una de sus peores misiones, la de ponernos un buen biombo delante del espejo, borrarnos del mapa durante un par de horas.” (El Perseguidor)
Si hubiera sido buen instrumentista, no habríamos conocido su literatura: la ejecución musical se lo hubiera fagocitado como a Johnny. ¿Qué nos perdimos? Podemos intuirlo en su intrigante voz, adornada por su particular pronunciación de la letra rr.
De quien acuñó expresiones tales como “matadores de brújulas”, “matrimonios bien organizados” y “eructo mental”, al cabo de cien años celebremos lo que nos dejó: literatura musical. Él podía decir, como en el tema de Gershwin: Tengo ritmo.
Celebremos su centenario, leyéndolo y releyéndolo. Y quienes además nos embelesamos con el jazz, hagamos nuestra su sintética paráfrasis de Descartes (Rayuela, capítulo 16): “Swing, ergo soy”.
Y, con esa convicción, sigamos buscando nuestro propio Absoluto.
Porque en la rayuela de la vida, todos queremos llegar al Cielo. Él, tal vez, ya se nos anticipó.
[1] Presidente de la Fundación Banco Ciudad, economista y melómano feliz. Autor de “Frigerio: el ideólogo de Frondizi”, ed. AZ.