(alocución en el 88º aniversario de Sociedad Argentina de Escritores, en su sede, conme-morando el centenario Koremblit)
En la Sociedad Argentina de Escritores, a cuyo presidente Alejandro Vaccaro le agradezco sentidamente esta invitación, que me honra por el homenajeado y por el lugar del homenaje, así como también le agradezco al coordinador general del mismo Fernando Finvarb, con quienes compartimos el respeto y el amor hacia Koremblit. Además los congratulo por los 88 años de esta Sociedad de Escritores. Decía en esta Sociedad Argentina de Escritores, para vuestro alivio, no me animo a hablar sobre Koremblit como escritor. Sería un desatino para quien no leyó toda su obra ni es un literato profesional. (sólo les voy a confesar que, según me confesó, su novela preferida era El Cuarteto de Alejandría, que me obsequió como prueba).
En cambio puedo aportar sobre cómo me nutrí koremblitianamente, y también aportar mi visión sobre su persona.
Hacia 1974, con 15 años, sintonicé una noche, azarosamente, Radio Municipal un domingo a las 12 de la madrugada y encontré una voz rarísimamente atractiva; calma; que sonaba como la de un anciano de unos 75 años; anciano muy sabio y flemático, por cierto. Me hice fan de ese programa radial: El Humor, el Honor, el Amor. Y lo escuché durante 4 años. Esperaba devotamente el domingo para sumergirme en esa voz y dejarme transportar a un mundo de ensueño y, al mismo tiempo, de conocimiento. Como era de esperar llamó mi atención sobre Dostoieski y sobre Proust. No logró persuadirme, en cambio, hasta ahora, con respecto a Chesterton.
Cuando en 1979 migré de Mar del Plata a este puerto, no conocía a nadie aquí. Se me ocurrió escribirle una carta a Koremblit, como oyente de su programa, contándole que venía a vivir a su ciudad. Una manera de fabricarme el sentimiento de que alguien me recibiría. Pero para eso Koremblit tenía que responderme. Algo que me pareció sumamente improbable. Sin embargo, el sólo escribir la carta era ya sentir un acompañamiento. Como cuando de pequeño uno escribe una carta a los Reyes Magos, que aunque no la contesten, uno siente que ellos están allí.
Para mi sorpresa, en menos de un mes Koremblit me contestó de su puño y letra. Y además me remitió el cuestionario Proust, con sus respuestas, ambos impresos, invitándome a hacerle conocer las mías. Lo que hice inmediatamente.
Su carta fue para mí todo un comité de recepción y sentí que aterrizaba aquí con suerte. Me sorprendió que el viejo sabio pudiera escribir una carta físicamente, pues yo lo imaginaba una especie de espíritu, por su sublime voz. Sutil, etérea. Además me sorprendió su humildad; su humanismo.
Al poco tiempo de llegar, me instalé en el barrio del Once, debido a la proximidad con la facultad de Ciencias Económicas, y pasé allí, cacofónicamente, 11 años de mi vida. Durante los cuales disfruté de la Cinemateca de la SHA. La importancia capital que tuvieron las películas que allí pude apreciar para la formación de mi personalidad, no estoy en condiciones siquiera de estimarla. Por entonces, no había videos, ni canales que difundieran con regularidad films. La Hebraica fue para mí un paraíso terrenal, en el que he estado. Y que recuerdo con profundo cariño.
En 1990 me casé, me mudé y perdí la Hebraica, que de todos modos ya había sido reemplazada por los VHS y luego por los dvds. Les confieso que odié esos dispositivos, como si a un fiel que acude a misa le cerraran la iglesia y le dijeran que sólo puede asistir al culto mirándolo por televisión. La pérdida de esa magia de la congregación para comulgar un film, lleno de enseñanzas, no ha tenido reparación en mi vida.
Un día del año 2006 llegó a mi escritorio la revista del Café Tortoni, anunciando que un tal Koremblit cumplía 90 años. Habían pasado 32 años desde que yo escuchara el programa de radio, conducido por el anciano al que le estimaba 75 años. Es decir, que este Koremblit que cumplía 90 años tenía que tener en realidad 107, si fuera el que yo había conocido. Por lo tanto, infería, éste que cumplía años tenía que ser su hijo. Para aumentar la confusión lucía en la foto de la revista como un hombre de 70 años. Algo no cerraba. Tampoco era probable suponer que el Koremblit de la radio pudiera haber concebido un hijo a sus 16 años (la diferencia entre 107 y, por otro lado, 90 más el período de embarazo).
Cuál no sería mi sorpresa, al descubrir que el anciano de la radio, no sólo era un escritor célebre (yo no sabía), sino que además había sido el Director Cultural de SHA, y por lo tanto quien me había regalado secretamente todos esos centenares de películas que tanto moldearon mi ser.
Quien yo consideraba su hijo, era el padre de sí mismo. No cabía en mi asombro. Entonces ese locutor al que yo le había imputado 75 años, en realidad había cumplido 58 años en 1974. Luego de 32 años, era como si sólo hubieran transcurrido 15. Todo un milagro, obrado por la mágica voz de Koremblit.
A propósito, hablando de su voz, quiero señalar que, en mi opinión, su obra oral es tanto o más importante que su obra escrita, porque a sus ideas agregaba lo armonioso de su decir, entre las que se encontraban, por ejemplo, esas innumerables digresiones encerradas entre paréntesis, que finalmente tomaban, en las inflexiones de su voz, un protagonismo casi mayor que el del mismo discurso central que estaba desplegando. Hasta me animaría a denominarlo un “payador literario”, si no fuera porque en lugar de improvisar leía meticulosamente lo que había planeado, como estoy haciendo ahora (salvando las inevitables diferencias de categoría). También quiero enfatizar que su labor de gestor cultural, está a un nivel al menos tan alto como la de escritor.
Volviendo al relato de mi redescubrimiento de Koremblit gracias a la revista del Tortoni, que como diría él en realidad fue “descubrimiento”, como diputado porteño que yo era por entonces, sentí el DEBER de proponer a Koremblit como Ciudadano Ilustre. Porque, como afirmé al final del proyecto de ley, si Koremblit no era Porteño Ilustre, ¿quién lo sería?
Lo conocí personalmente el día que vino para que se le entregara el premio en el salón Dorado de la Legislatura porteña. Para mí fue una gran emoción y un acto de justicia. Y para él fue como un renacer, porque estaba pasando un momento muy triste, con la muerte de su hija, que le ponía dramático corolario a la sucesiva muerte de su esposa y sus otros dos hijos. Afirmó al recibir la distinción: “Si el Paraíso existe, recordaré toda mi vida este día.”
Sentí que aún así, yo seguía en deuda con Koremblit. Porque no sólo fue un intelectual de primera, a quien Borges le pidió prestada su oficina cuando su madre estaba muy enferma en su casa, repleta de cuidadoras y médicos, sabiendo que Bernardo no abusaría de dicha posición. (Sólo les decía a quienes le telefoneaban a su despacho: “Cualquier cosa, me llama por la tarde, y le deja dicho a Borges.”). Bernardo Ezequiel Koremblit fue, por sobre todo, una buena persona. Ese título tan difícil de obtener, él lo obtuvo con mención especial.
No es tan fácil conjugar inteligencia y bondad. Empíricamente parecen dos cualidades antitéticas. Cuando observamos a alguien muy pero muy bueno, dudamos de su inteligencia. Y la inteligencia habitualmente conduce a la soberbia. Y aún a la maldad, por exceso de imaginación.
Pero Bernardo conjugó cerebro y corazón. Porque era un humanista como casi ya no existen. El aprovechamiento de las economías de escala nos han llevado a la ultraespecialización, lo que ha resultado bueno para la sociedad pero no para el individuo. Él era un universalista. Decía: “Me interesa una sola cosa: todo.” Y entre ese todo, estaban sus semejantes, frente a los cuales nunca se sintió superior por su superior saber.
En nuestro póstumo almuerzo intenté descifrar la clave de esa santidad. Porque, lo digo con total conciencia: Bernardo Ezequiel Koremblit es la única persona santa que conocí en vivo y en directo. Jamás pude encontrarle un solo defecto. Ni siquiera el defecto del perfeccionismo.
Finalmente, como postre, comparto con Uds. lo que él me contestó, cuando le pregunté a qué atribuía esa conjunción de rigor intelectual, profunda curiosidad y bondad. Y me contestó lo que era de preveer; bastaba haber leído con atención a Dante; pero yo no lo había anticipado, porque todo en él era alegría: Me dijo, de manera inusual en él, por la intimidad de la revelación y por su voz quebrada:
“Sufrí mucho de chico el divorcio de mis padres. Peleaban mucho y yo, que fui hijo único, sólo quería tranquilidad. Entonces me propuse hacer del mundo un lugar agradable, al menos en lo que estuviera a mi alcance.”
No tengo duda de que lo logró.
Si está ahora escuchándonos en su ansiado paraíso, le digo: “Gracias Bernardo por todos sus dones, que tan buenamente supo y quiso compartir. Y si ese paraíso no existe, se lo digo en éste, que Ud. embelleció.”
Estimado Mario, me emocione leer lo que escribio, le agradezco haberño enviado. En la letra escrita pude releer algunos parrafos porque me remontaban a mi adolecencia cuando la biblioteca dei ciudad(Miramar), era mi refugio de casi todaa laa tardes. En ese ambiente donde los sonidos eran amortiguados por estantea repletos de libros, me enamore de la lectura. Hoy mis hijoa continuan con mi misma paaio.
Muchas gracias lamento tanto no haber podido asiatir.
Un gran abrazo
Lo respeto mucho!
Andres Márolt
Es mutuo.