Fui hijo único hasta casi los 8 años: un mes y medio antes de cumplirlos, nació mi hermanito Alejandro.
Recuerdo que la mucama me despertó a eso de las 6.45 a.m. diciéndome: “Marito, tenés un hermanito!”. Inmediatamente me inundó la tristeza, racionalizada, diciendo: “Ufa, ¡yo quería una hermanita!”. Un poco lloré.
No podía creer que mi mamá, una mujer pasada los 35 años, fuera madre nuevamente. Yo creía tener asegurado mi monopolio filial. Y menos creer que un nuevo ser disputaría el espacio vital. Mi espacio vital.
Cuando llegó de la clínica recuerdo que sentí cierta bronca. ¿Cómo un ser tan indefenso e inútil, podía, sin hacer nada, con su mera presencia, con su mero “estar el cuerpito”, disputar mi territorio?
El primer recuerdo que tengo de una emoción positiva de mi parte hacia él, fue cuando durante su primer añito, el sistema del cochecito de paseo se cerró automáticamente, por estar mal asegurado, y el barral de empuje cayó directamente sobre su mollerita. De una muerte segura lo salvó el increíble reflejo de su padrino Mario Vivera, quien justamente estaba veraneando en nuestra casa. No en vano había sido jugador profesional de básquet. Tal vez todo su entrenamiento sólo sirvió, finalmente, para que evitara la decapitación de mi hermano Alejandro.
Recuerdo bien que me dio mucha alegría que su padrino lo hubiera salvado. No sólo por haber evitado un enchastre de sangre en el siempre aseado living-comedor de mi casa, sino por haber salvado a mi hermanito. En ese momento, me dí cuenta que, a pesar de todo, yo lo quería.
También recuerdo la alegría que sentí cuando festejó sus dos añitos a bordo del barco Eugenio C, al día siguiente de emprender nuestro viaje familiar a Italia. Le trajeron una velita centelleante, que apagó con su risita con hoyuelos (que tenía en esa época) y sus ojitos levemente bizcos (que corrigió automáticamente a eso de los 4 años). Me acuerdo bien que la tortita, no muy grande, era bien empalagosa, y que lucía mejor de lo que sabía. Cuando mi hijo festejó su cumpleaños también en un barco, recuerdo que sentí que en realidad era la remake del cumpleaños marítimo de mi hermano.
En algún momento hacia sus 2 años, mis padres decidieron que ya estaba grandecito para abandonar la cunita y dormir en una cama al lado de la mía, en MI habitación. No recuerdo con precisión mi reacción, pero me parece que no me molestó. No sólo porque la camita vacía ya estaba desde la muerte de mi abuelo, unos 5 años antes, sino porque mi hermano era muy silencioso y calmo. Además MI habitación no pasaba a ser “nuestra” habitación. Por entonces yo siempre la sentí MIA, siendo él un huésped.
La diferencia de casi 8 años nos mantuvo bastante separados vivencialmente, excepto cuando jugando en el patio del primer piso trataba de molestarme descolgando objetos[1] con un piolín hacia el patio interno de MI/nuestra habitación en la planta baja, donde yo estudiaba. Había un acuerdo tácito de que el escritorio instalado allí lo utilizaba yo. Cuando él comenzó a asistir al colegio, hacía los deberes en la cocina.
No voy a decir que nuestra relación era inexistente, pero casi.
Cuando a los 19 años me vine a estudiar a Buenos Aires desde Mar del Plata, donde vivíamos, mi hermano tenía 11 años y recién comenzábamos a establecer algunos puntos de contacto discursivo.
Diría que nuestra relación comenzó a desarrollarse cuando yo volvía los fines de semana y pasábamos la mitad de la noche hablando y hablando, hasta quedar agotados y afónicos. El quería saber todo sobre mi aventura y yo quería contársela. Diría que ahí comenzamos a funcionar como hermanos.
Pero en pocos años yo volvería cada vez más espaciadamente a mi hogar marplatense de origen, y mi hermano emprendería un viaje de aventuras/trabajo a la Guyana Francesa de un par de años.
Recuerdo que para agasajarlo a él y a sus dos camaradas de viaje en mi departamento porteño, encargué un lechón bien cocinado a fuego lento, que fui a buscar a las 20hs. ya que ellos arribaban 20.30hs. desde Mar del Plata. Mientras el rotisero me cobraba, una elegante señora, muy bien vestida, se robó del mostrador mi lechón, y me dejó el cuartito frío que había comprado ella, subiéndose raudamente a un auto que la esperaba estacionado en doble fila en Rivadavia y Rincón. Así que mis comensales tuvieron que esperar hasta las 11.30hs para comer un lechón arrebatado.
Cuando mi hermano Alejandro volvió de la Guyana, pasó un par de años meditando cómo seguir su vida, mientras era socio de mi padre en su negocio de tejidos. En ese hiato encaramos nuestra mejor aventura juntos: conocer a lo largo de un mes la ruta 40 en su tramo del sur argentino/chileno.
Relatar ese viaje minuciosamente, requeriría un libro. Pero para brindar una somera idea de lo que fue diré lo siguiente.
Partimos un día de mayo desde Mar del Plata en una camioneta Peugeot 404 celeste con cúpula y dos cuchetas. Mi hermano manejó todo el viaje, dado su gusto y pericia para hacerlo. Cruzamos un paso a Chile al Norte de Mendoza, saliendo a Temuco, bajando por Valdivia, Frutillar, Puerto Montt, Isla de Chiloé, Chaitén, Coyhiaque, Pto. Bertrand, Los Antiguos, Perito Moreno (la localidad, no el glaciar), Cueva de Las Manos, Parque Nacional Perito Moreno, El Calafate, La Caverna del Milodón, Puerto Natales, Torres del Paine, Punta Arenas y Ushuaia. No regresamos juntos, porque en Ushuaia llegó por avión nuestra madre Carmen, para acompañar a mi hermano en su regreso por la ruta costera, dado que yo tenía que regresar a Buenos Aires por finalización de mis vacaciones.
Fueron 13.000 kms. de ripio sin pinchar una cubierta. Pero repletos de riesgos y aventuras. Cuando dormíamos al descampado, la camioneta debajo de un miserable arbolito solitario, en la inmensidad de la Patagonia. Cuando una noche, acampando al lado de un complejo termal abandonado, se nos abrió inexplicablemente dos veces la ventanilla de la camioneta y nos despertamos por el intenso frío que entraba (luego nos enteraríamos que en lugar la familia del hotelero había sido masacrada brutalmente). También nos enteramos que la zona era abundante en pumas. Cuando a la salida de Castro, capital de Chiloé, se zafó una chaveta de la dirección de la camioneta sobre un camino de ripio, y Alejandro se bajó inmediatamente y en menos de dos minutos la encontró unos 20 metros detrás, entre el pedregullo. O cuando subiendo una cuesta al sur de El Calafate, antes de cruzar hacia Puerto Natales, un camión que descendía pegado a su contramano (es decir, que avanzaba directamente hacia nosotros, quienes veníamos pegados a la montaña) nos pasó tan cerca que la cadenita de seguridad que lo une a su acoplado, rozó la ventanilla de Alejandro. O cuando regresaban nuestra madre y él, y en el pináculo de una loma de Batán, a menos de 100 kms. de Mar del Plata, sobre el final del viaje, casi se matan, cuando se bloqueó el freno de mano y quedaron atravesados en la loma, esquivándolos sendos micros que venían de ambas direcciones, tirándose a sus respectivas banquinas para no pasarlos por encima.
En mayo 1989 yo tenía casi 30 años y mi hermano Alejandro casi 22. Fue un viaje antológico. Épico. Yo había estado en el Amazonas, en el Norte de Noruega, luego hice safari en Sudáfrica, y Alejandro venía de la Guayana, pero coincidimos en que nunca más hicimos un viaje de tanta aventura. No existen lugares en el resto del mundo tan desolados y al mismo tiempo tan interesantes. Hubo jornadas enteras sin ver personas ni animales. Lanzarnos sin armas ni medios de comunicación a semejante aventura, con sólo dos bidones de gasoil para los tramos largos, evidencia nuestra completa inconsciencia. Tuvimos suerte de regresar indemnes.
Para los dos hubo un antes y un después de ese viaje. Alejandro emprendería su emigración a Brasil, donde aún vive en Sao Paulo. Yo al poco tiempo entablaría relación con mi actual esposa. Ambos nos habíamos recibido de “algo” inefable. Algo superior a lo que éramos antes de viajar. Pero por sobre todo, fue el evento que transformó nuestra hermandad de potencia en acto. No sólo por la intensidad del viaje, sino porque nunca habíamos estado ni volvimos a estar tanto tiempo juntos.
Desde entonces, nuestras comunicaciones han sido arrítmicas, debido a las ocupaciones mentales respectivas. Nos habremos visto personalmente una vez por año, es decir 25 veces. Nos mantenemos en contacto fundamentalmente por mail, que justo se difundió masivamente hacia principios de 1990.
Eventos familiarmente importantes durante ese lapso fueron nuestros casamientos y la agonía y velorio de nuestros padres. Mi hermano, por su naturaleza, fue el que tomó las riendas en ambos procesos de fallecimiento. No sé cómo lo hubiera resuelto yo solo, bastante negador al respecto.
Tenemos el orgullo, poco común, de no habernos preocupado por la repartija de bienes económicos, tal vez porque los dos somos muy equitativos. Pero fundamentalmente porque no terminamos de sentir esos bienes como propios. Y porque confiamos mutuamente. Jamás tuvimos una discusión de fondo. De esas que dejan cicatrices “imposibles de borrar”. Somos muy distintos y muy complementarios y, por sobre todo, compartimos los mismos valores en cuanto a la gramática de las relaciones humanas, de la lealtad y de la solidaridad.
Por supuesto lamento que durante los últimos 25 años nuestras relaciones no hayan sido intensas en lo presencial. En particular, él se ha perdido casi toda interacción con sus sobrinos, que hoy con 18 años seguramente le deben resultar dos extraños. Pero también es cierto que esa distancia ha abonado gran objetividad y respeto. Y además no hemos, como diría un filósofo siciliano, “decado de sintonizare la onda”. La cultura Morando sigue muy viva en nosotros.
Varias veces, dirigiéndome a mi hijo cuando era pequeño, lo llamaba por el nombre de mi hermano, lo cual por supuesto corregía inmediatamente. Pero esos errores revelaban que en mi inconsciente, siempre tuve de telón de fondo a mi hermano cuando contemplaba a mi hijo pequeño. Tal vez como tratando de aprehender esa infancia de mi hermano a la que yo no estaba en condiciones de darle bolilla. Por supuesto, también recreé a través de la niñez de mi hijo momentos de mi propia niñez, reviviéndola por similitud o disimilitud. Pero no fueron pocas las veces que lo que revivía era la infancia olvidada de mi hermano.
Hoy Alejandro cumple 48 años. Un cifra nada modesta. Yo mismo voy para 56. Me pareció un lindo homenaje escribir esta historia. En una versión muy esquemática para mi gusto[2], pero que deja huella escrita de lo que pasó. Porque ya estamos en edad de merecer; no se sabe. No quise esperar escribir una necrológica, si es que no me toca irme primero. Me pareció que había que hacer honor a la maravillosa frase de Sartre: “Qué importa que te amen, si no te lo dicen.”
Porque aún con todo el distanciamiento que siempre tuvimos en virtud de las circunstancias que nos tocó vivir (comenzando por el distanciamiento etario), hemos constituído una linda hermandad, lejos de los conventilleríos que da náusea escuchar (“por un puñado de dólares”) y de las miserables envidias fraternales.
Y porque en mi caso, que ya casi era un hijo único, hecho y torcido, el nacimiento de mi hermano Alejandro me ayudó a romper mi egolatría, al menos en cierto grado. Y por lo tanto, me dio una visión más auténtica y vital del mundo. Me ubicó en el Universo, donde me sentía, falsamente, Único. Y descubrí, gracias a él, al resto de la Humanidad. Que hoy valoro y respeto, y antes ni sabía que existía.
Por eso, en tu cumpleaños, les doy las gracias a nuestros padres por no haberme dejado solo y aislado. Les doy gracias por tu existencia.
Feliz Cumpleaños.
[1] Entre los que se contaban soretes de nuestro perro.
[2] Tal vez, más viejo, me detenga a profundizar y relatar con mayor fruición y detalle. Como esta historia se merece.