“Todas las canciones están vinculadas hasta cierto punto con mi vida, pues hay que pensar y sentir algo mientras uno mira las notas y frasea.”
Louis Armstrong
Prólogo de Mario Morando.
Jamás me atrajo como trompetista ni como cantor Louis Armstrong. Más bien me pareció un payaso simulando tocar la trompeta. Escuché decenas de veces que fue el “forjador del jazz”. Que todo el jazz está construido sobre sus improvisaciones. Nunca me lo creí. Mi patrón de referencia es Duke Ellington.
La primera vez que llamó mi atención Satchmo fue cuando vi una foto que mi esposa me había tomado junto con mi hijo de meses frente a su estatua en Congo Square en New Orleans en 1997. Increíblemente toda la foto está en foco, excepto la estatua de Armstrong, que aparece como movida. Consulté un par de fotógrafos profesionales para entender la causa de ese desajuste, que apareció en las 3 fotos que tomamos, pero ninguno pudo establecerla. Generalmente cuando algo sale movido sobre un fondo no movido, es porque se mueve el objeto. Entonces, o bien la estatua oscilaba con el viento (porque ese día había una linda ventolina) o bien la plaza Congo hizo mérito a su fama de haber sido un gran centro de magia negra por parte de los esclavos. Fue como una señal que Armstrong me dio, como diciendo: “Prestame más atención. Yo soy el Jazz.”
La segunda vez que me fijé en Satchmo[1] fue cuando me enteré que había fraguado la fecha de su cumpleaños siendo la verdadera el 4 de agosto de 1901, como la de mi esposa y la de Barack Obama[2]. Parece que prefirió elegir 4 de julio de 1900 para hacerla coincidir con la independencia estadounidense y el comienzo de siglo. No era tan modesto como pregonaba.
Finalmente, tanta insistencia de críticos musicales con respecto a que fue el soporte del jazz, me comenzó a hacer mella, en el sentido de buscar en qué justifican dichas afirmaciones.
Por eso, cuando descubrí perdido este reportaje entre las tapas de un LP triple que me regaló mi amigo y maestro de clarinete Guillermo Goloboff, me convencí que, como mínimo, Louis Armstrong era un ser humano excepcional, más allá de sus virtudes como instrumentista improvisador.
Pensé esperar el 4 de agosto para difundir este reportaje, al cumplirse en 2015 los 104 años de su nacimiento. Pero la potencia que revela esta pieza es tan grande, que no pude contenerme y se las envío ahora mismo. Jamás leí una entrevista donde en tan pocas páginas se diga todo lo importante para resumir la vida y la época de un hombre.
El reportaje tiene enormes puntos altos. Cito al azar: su pobreza nativa; la casualidad de llegar a tocar la trompeta, gracias al policía que lo atrapó, al maestro de música que le enseñó, a Papá Oliver que no sólo le dio lecciones de trompeta sino que le regaló una y le dio trabajo e inspiración musical, y lo más importante: autoafirmación; la decadencia de King Oliver a medida que Armstrong progresa, como si éste fuera su inintencional vampiro; la nostalgia de cuando era un don nadie y no tenía que ser un esclavo del público; las tontas propagandas de remedios en las que se enfrasca sobre el final del reportaje. En general, la simultánea sensación de que era el hombre más libre y más esclavo de Estados Unidos.
Señores, con Uds. un Ser Humano; que por casualidad se ganó el pan soplando, artísticamente, una trompeta.
REPORTAJE LIFE (habla Satchmo)
Siempre me he preguntado si no habría sido mejor para mi vida que me hubiese quedado simplemente en New Orleans divirtiéndome. Nunca quise ser un gran astro. Hay gente que dice: “¡Bah! Este quiere hacerse el grande, ser “diferente””. Y entonces ni siquiera los músicos de la propia orquesta lo tratan a uno con la afabilidad de antes. Y todos esos pedigüeños, con sus cuentos de “me pasa esto, me pasa lo otro”, extendiendo la mano cada vez que lo pescan a uno. ¿Qué hacen cuando no me tienen cerca? Y esta vida que llevo pocos podrían soportarla, haciendo todas esas cosas a veces 7 días por semana; me siento como si hubiera pasado 9.000 horas en ómnibus y aviones, para llegar apresuradamente a un sitio, tocar con conjuntos que no conozco y terminar tan cansado que no puedo ni siquiera alzar un párpado; todo es trompetear y retorcerse, saltar y contonearse. Cuando, muy de tarde en tarde, tiene uno un par de días libres, no puede esforzarse demasiado porque ha de volver a trabajar sintiéndose como un náufrago. La gente me llama “embajador de la buena voluntad entre los pueblos”, y eso es muy bonito, pero yo nunca pienso mucho en esas cosas. Es curioso, pero en toda mi carrera nunca me he sentido arrastrado por nada. En todos los lugares donde uno va –aún detrás de la Cortina de Hierro- los hoteles son iguales: cama, cómoda, 2 almohadas. Todo este viajar por el mundo, conocer muchas personas admirables, navegar en lo alto de la ola, todas estas grandezas, son muy bonitas, pero yo no lo pedí. Yo diría más bien que me lo echaron encima.
Entiéndame; ni soy perezoso, ni desagradecido. He experimentado hermosos momentos, ovaciones que me emocionaron. Pero me parece que estaba más contento, más tranquilo, cuando me criaba en New Orleans, sin hacer nada muy grande, tocando con los músicos de aquellos tiempos. Y el dinero que ganaba entonces…ni para comer. Éramos pobres y todo lo demás, pero teníamos música por los 4 costados. Era la música la que nos daba ánimos.
Cuando tenía 4 ó 5 años y andaba todavía en faldas, vivía con mi madre en un lugar llamado Brick Row (barrio de ladrillos), una hilera de casitas de cemento con piezas para alquilar, una especie de motel. Y en el centro mismo, en la calle Perdido, estaba el salón Funky Butt, viejo, destartalado, con grandes grietas en las paredes. Los sábados por la noche, mamá no podía encontrarnos, porque no pensábamos en otra cosa que en oír aquella música. Antes de empezar el baile, la orquesta tocaba una media hora afuera, junto a la entrada, y los chicos organizábamos pequeños bailes por nuestra cuenta.
Luego nos poníamos a mirar por las resquebrajaduras de la pared. El Funky Butt no era un lugar elegante, sino un local viejo y grande, con un estrado para la orquesta. Y al ritmo de una pieza como The Bucket´s Got a Hole in It (El cubo tiene un agujero), algunas de las muchachas se descolgaban, sacudiéndose todas y dándose palmadas en las ancas. ¡Sí, señor! Al terminar la noche bailaban la cuadrilla y era cosa de verlos a todos en fila y cruzarse…si antes no había estallado alguna pelea. Los varones llevaban su navaja, por si tenían que “rasguñar” a alguien antes de salir. Si uno de ellos quería demostrar respeto por su chica –lo que era muy raro-, bailaba con el brazo izquierdo en jarra y colgaba con el codo su sombrero: un Stetson que le había costado 6 meses de ahorros. Concluido el baile, un individuo se acercaba a otro, por ejemplo, y le preguntaba: “¿Ud. fue el que rozó el sombrero, amigo?”, y si el otro decía “Sí”, ¡Paf!, le soltaba un puñetazo a la mandíbula.
Una vez al año, en un día sábado, todos los clubs sociales –Broadway Swells (los elegantes de Broadway), Bulls (los Toritos), Turtles (las Tortugas)- hacían un desfile. Una de las comparsas se llamaba los Moneywasters (los Despilfarradores). Solían llevar una col enorme, de la cual brotaban cigarros y billetes de un dólar. Esos cortejos de disfraz eran preciosos, ¿sabe? Todo el mundo con camisa de seda, sombrero blanco, pantalón negro, bandas de colores terciadas sobre el pecho, con el nombre del club; todos con los zapatos relucientes, con el director del desfile siempre alerta y pavoneándose, y unos pocos sujetos a caballo. Hacían siempre alto en las casas de algunos socios, abrían un pequeño barril de cerveza y generalmente terminaban con un gran picnic en los terrenos de la feria.
Y si algún socio moría, todos iban al entierro. Era cosa maravillosa. La noche antes hacían el velorio y se sentaban alrededor del muerto, cantando toda la noche. Uno llegaba, empezaba a cantar un himno religioso y luego pasaba a la cocina a buscar queso, galletas, whisky y cerveza. ¡Qué de voces, amigo! Hasta el muerto se estremecía en el cajón.
Si el difunto no tenía un centavo, ni seguro para el entierro, ni pertenecía a ningún club, se le ponía un plato sobre el pecho durante el velorio y todo el mundo se acercaba y dejaba caer las monedas que podía para pagar las pompas fúnebres. Y en aquella época, en que no se embalsamaban los cadáveres, más de uno volvía a la vida. El “difunto” se incorporaba, y aquello era peor que un manicomio: todos tratando de salir al mismo tiempo por una puerta chiquita.
A la mañana siguiente, los músicos tenían que quedarse fuera durante el funeral, a la espera de que terminase la ceremonia. Algo había que hacer, y nunca faltaba un bar en la esquina.
Después del sermón, llevaban el cuerpo al cementerio mientras la banda tocaba alguna marcha fúnebre, por ejemplo, Nearer My God to Thee (Más cerca ¡oh Dios! de ti). Los tambores de antaño ponían un pañuelo bajo el bordón y sacaban un sonido como el del tantán: ¡tonk-a, tonk-a! Y cuando bajaban el muerto a la fosa, los tambores tensaban bien el bordón y tocaban a redoble y todos se juntaban y volvían marchando al salón mientras tocaban When the Saints Come Marching In, o Didn´t He Ramble. Generalmente tenían allí un tonel de cerveza y se regocijaban, en honor del muerto, ¿comprende?
En aquellos días siempre había algún acontecimiento interesante en New Orleans, y siempre con acompañamiento musical. Solían anunciarlo con esos carromatos grandes y largos que se usaban durante la semana para la mudanza de muebles. Ponían un cartelón en los costados para anunciar un baile o una pelea de boxeo. Dentro del carromato había sillas donde se sentaban los de la banda, con el trombón y el contrabajo al final, donde está la puerta trasera. Se detenían en una esquina y tocaban. Acudía toda la gente del barrio. De pronto, aparecía otro carromato que se paraba en la misma esquina y se armaba una tremenda competición, en que cada conjunto tocaba piezas diferentes y trataba de ahogar la música del otro. King Oliver y Kid Ory casi siempre opacaban a los demás. Y a veces no faltaba algún diablo –viejos rufianes y buscavidas- que ataba con cadenas las ruedas de un carro a las del otro para que tuviesen que quedarse allí y seguir tocando.
Joe Oliver, que tocaba en la Onward Brass Band, me fascinaba. Cuando entraba en un bar a charlar con los amigos –nunca bebía[3]– o cuando desfilaba y paraba de tocar, yo le llevaba la trompeta, así él no tenía más que secarse el sudor de la frente y seguir caminando.
Por la noche, la gente, tanto negros como blancos, daban a menudo fiestas en el césped de sus casas: unos sándwiches, limonada, pollo frito y quingombó; los músicos de la banda se sentaban en el porche, empezaban a tocar y todos bailaban.
Sí, había música por todas partes. El hombre que vendía waffles solía pregonarlos con un toque de cornetín, y el de las tortas hacía sonar un gran triángulo. El chamarilero andaba con una de esas trompetas largas de latón que se usaban para las fiestas de Navidad, y hasta tocaba blues y cualquier otra cosa con ella. Lo llamaban Lonzo. Yo solía trabajar con él; íbamos por los barrios ricos y comprábamos mucha ropa usada. Yo gritaba: “¡Trapos viejos y ballenas, señora! ¡Trapos viejos y ballenas!” El frutero cantaba a todo pulmón: “¡Bananas frescas y maduritas, señora!, ¡a 15 centavos el racimo!” Siempre había en el aire música de una u otra especie.
Yo trabajaba con un carro de carbón y, ¡qué diablos!, también cantaba: “¡Carbón de piedra, señoras! ¡A 5 centavos el cubo! ¡Carbón de piedra!¡A 5 centavos el cubo!” Casi todos los cubos tenían el fondo abollado hacia arriba, de manera que por lo común bastaban 3 ó 4 pedruscos para llenarlos. Vendíamos por todo el barrio de los prostíbulos, que se llamaba Storyville. Las mujeres solían ponerse a la puerta de sus chiribitiles vestidas con sus teddies, famosos uniformes de seda parecidos a los bombachos de bebé, pero transparentes. A veces, una de ellas me llamaba: “Ven aquí, muchacho; tráeme 3 cubos.” Y era divertido entrar en esos cuartuchos y por unos centavos más encenderles el fuego. Yo les echaba a ellas un vistazo rápido, ¿comprende?, por miedo de que me sorprendieran, me diesen un bofetón y me sacaran a empujones. Pero no se fijaban en mí. No era más que el chico carbonero, jadeante como un perrito.
Storyville era frecuentado por los blancos, en general. La mayoría de las mujeres eran blancas, mulatas o criollas claritas. La casa más grande era la de Lulu White, y a ella solían ir los ricachones de todas partes. Jelly Roll Morton tocaba el piano allí, y así fue como pudo pagar aquel diente de oro con un diamante engarzado. No sé si en la casa de Lulu White había sirvientas negras, pero ella era de color. ¡El mundo al revés!
La única forma en que yo podía ir a ese barrio entonces, siendo todavía muy pequeño, era en el carro del carbonero. Si el policía, que era un cabo, encontraba a algún menor de edad, era capaz de quebrarle una pierna con la cachiporra que llevaba. Donde yo me crié era parecido al barrio de los lupanares, pero con tarifas más bajas. Desde la calle Franklin hasta Liberty no había una casa decente, pero las puertas de la calle estaban siempre llenas de vida, con las muchachas de color sentadas en las gradas del frente, todas muy bonitas y pintarrajeadas.
Cuando yo era un pequeñín, solíamos moler ladrillos hasta hacerlos polvo, con lo que llenábamos un cubo y lo vendíamos a las prostitutas los sábados por la mañana y nos sacábamos tal vez 50 ó 70 centavos. Ese era el día en que ellas lavaban los escalones de la entrada con orines y echaban polvo de ladrillo en la acera para que les trajera suerte esa noche. Supersticiones que tenían…
Después, cuando yo andaba por los 12 años, me junté con 3 amigos y formamos un cuarteto: Mack el Chiquito, el Narigón Sidney, yo y Georgie Grey. Nos poníamos pantalón largo e íbamos al “barrio” y todos los viejos tahúres y rufianes nos llamaban para que cantásemos. Yo tenía voz de tenor, realmente delicada, y tocaba un silbato de corredera, como si fuera un trombón. Me sabía muy bien las posiciones para las notas. La canción que nos servía de tema característico empezaba así: “Mi linda brasileña, allá en el Amazonas, allá se fue mi nena, se fue, se fue.” Por aquella época yo ni siquiera sabía que hubiese un lugar llamado Brasil, y muchos años más tarde, cuando fui a ese país, caí en la cuenta de lo que cantaba de niño.
Después de cantar pasábamos el sombrero, recogíamos 75 centavos, o tal vez un dólar, por noche. Mi madre, Mary Ann –la llamábamos Mayann- solía lavar ropa en el traspatio de una casa de blancos en la calle Canal, en una gran tina de latón puesta sobre un brasero de carbón, y se sacaba como un dólar diario. En 1915 eso era mucho dinero. Mi padre, que abandonó el hogar cuando yo era muy pequeño, cuidaba las calderas de una fábrica de trementina. Murió en 1933.
Una víspera de Año Nuevo había salido a cantar con mi cuarteto. Era la noche en que todos disparaban pistolas y escopetas, encendían cohetes y luces de bengala, en fin, lo que estaba prohibido. Toda la semana había tenido yo puesto el ojo en la pistola del calibre 38 de mi padrastro, que la tenía guardada en el baúl, y aquella noche la cargué con cartuchos sin bala y me la puse al cinto. Subíamos por la calle Rampart cantando My Brazilian Beauty, cuando desde la otra acera un jovencito saca un viejo revólver de 6 tiros y dispara cartuchos sin bala apuntando hacia nosotros: ¡ta,ta,ta,ta! Los chicos de mi cuarteto exclaman: “¡Dale, Cucharón!” (solían llamarme “boca de cucharón”), y entonces yo disparo ¡pum, pum! De pronto me siento agarrado por 2 brazos blancos muy grandes, alzo la vista y me encuentro con un policía alto y grueso. Amigo, me pareció que el mundo se me venía encima. Me puse a llorar: “¡Por favor, señor policía, suélteme! ¡No me quite la pistola!¡No lo haré más!” Pero él me llevó al tribunal de menores y de ahí me enviaron a un orfelinato, a donde llegué alrededor de la hora de comer. Lo primero que vi fue aquella mesa tan larga, y una cacerola de frijoles que pasaban de uno a otro. Estaba tan deprimido y con tal ansia de volver a mi casa que durante 4 días no probé bocado.
Decían que yo tenía cara de malo, y que era un maleante y que andaba con otros chicos malos. Pero el director de la banda, Mr. Peter Davis, que me venía observando, me dijo un día: “¿Te gustaría tocar en la banda?” Le contesté: “Yo no sé tocar nada.” Había andado en desfiles y esas cosas, pero para mí lo principal era cantar.
Por fin me dio una pandereta y durante un tiempo toqué con ella lo que se me ocurría. Luego me dio un tambor. Yo había visto a los grandes tocarlo en los desfiles mientras los chicos sacábamos los travesaños de las sillas y marcábamos con ellos el compás en las gradas, y entonces empecé a usar ese tambor para tocar At the Animals´Ball. Luego me dieron un trombón alto, ese que hace “umpa, umpa” toda la noche, usted sabe. Después agarré el cornetín y me puse a soplar: toque de diana, de rancho, de silencio, todos los días. Por último, el muchacho que tocaba la corneta regresó a su casa y Mr. Davis me enseñó a tocar en ella Home Sweet Home.
Muy pronto llegué a director de la banda. Éramos 20 chicos y tocábamos bastante bien, no como Joe Oliver y Manuel Pérez en aquella banda de Onward, por supuesto, pero nos contrataban los grandes clubs sociales. Ya sabe usted, aquello de: “Vaya a llamar a esos chicos.” Teníamos que tocar al sol y marchar kilómetros y más kilómetros, hasta que quedábamos rendidos, con los labios doloridos para toda la semana. Pero nos gustaba estar en la calle y entre la gente. En mi barrio todos recordaban al hijito de Mayann y decían: “¿Podemos dar unas monedas al pequeño Louis?”, y nos llenaban un sombrero de monedas, que yo entregaba al orfelinato para comprar instrumentos.
Permanecí en el orfelinato alrededor de un año y medio, hasta que mis padres encontraron quien pudiera sacarme de allí. Nunca volví a la escuela –iba por el 5to. grado- y no sabe usted cuánto lo lamento. Pero yo tenía que ayudar a mamá y era el único que podía añadir algo sabroso a la olla. Por esa época no necesitaba la escuela. Tenía corneta.
Empecé a tocar en seguida. En cuanto un trompeta se iba o era despedido, el director decía: “Corre a buscar a Louis” –yo era un muchacho muy pequeño-, y así llegué a tocar con músicos buenos. Pero no podía reunir dinero suficiente para pensar en comprarme una corneta, por lo que solía alquilar una cada vez que me llamaban. En eso encontré una plateada en la casa de empeños del Tío Jake. Me costó 10 dólares; estaba toda doblada, con agujeros en el pabellón, marca Tonk Brothers. No he oído hablar nunca de ellos. Charlie, el tipo blanco que me proveía de periódicos cuando yo me dedicaba a venderlos, me prestó el dinero. Limpié la cornetita, la lavé bien con agua hirviendo, y quedó de lo más bien. Con ella gané algún dinero para ayudar al sustento.
Más adelante, cuando yo tocaba en el honky-tonk (taberna de mala muerte) de Henry Matranga, a veces se aparecía Joe Oliver por allí, después que cerraba la taberna de Pete Lala en “el barrio”, y me decía: “Estoy cansado de ver esa corneta abollada. Te voy a dar otra.” Una noche me dio una vieja York que tenía. ¡Qué dicha! Me caía la baba de puro contento. “¡Gracias, Papá Joe!¡Muchas gracias, Mr. Joe!” Yo siempre sabía que para mí la única posibilidad de progresar en el oficio estaba con Papá Joe y en nadie más. Solía llevarme a su casa a comer frijoles colorados y arroz, que me encantaban. Me daba lecciones con un libro de ejercicios y luego ensayábamos pequeños dúos.
Joe me decía siempre: “Lleva la voz cantante, toca la melodía, para que la gente sepa lo que estás haciendo.” A mí me gustaba hacer toda clase de figuras, como esas que hoy llaman bop. Todavía no sé lo que es el bop, salvo que hay un libro de ejercicios titulado Método Arban, con montones de notas para practicar la lectura a primera vista. Los tipos que salen de la escuela se lo saben de memoria, tocan algo y ponen todo eso en lo que tocan, y le dan un nombre nuevo. Hacen la música lo más difícil posible, para que uno crea que están tocando de verdad.
Pero no hay nada nuevo. Antes de mi tiempo se llamaba música “de campamento” y luego en New Orleans, lo llamábamos ragtime. Esa música fantástica que hoy se oye en la radio, yo la oía hace muchos años en las viejas iglesias donde las muchachas chillaban y se agitaban hasta que se les caían las enaguas. Nada nuevo. Un refrito.
Creo que no se debe analizar la música. Como me dijo un veterano cuando yo era joven: “No te preocupes porque esa vaca negra dé leche blanca. Bébete la leche y basta.” ¿Sabe usted? No he oído una orquesta que toque música más perfecta que la de Guy Lombardo. Así lo creo, y jamás dejo que mi lengua diga lo que no me cabe en la cabeza. La gente parece sorprenderse y me dice: “¿Ud. toca con ellos?” Yo trato de hacerles entender que la música es la música. Esa orquesta toca la canción como es, destacando la melodía, y el resultado es un primor. No hay otro conjunto que toque la melodía tan lisa y directamente, que suene tan bien. Siempre que toco con Guy Lombardo me siento de lo más tranquilo. Esa es la música que he tocado toda mi vida.
Obtuve mi primer empleo fijo en New Orleans tocando en un honky-tonk, el de Matranga, en la esquina de Franklin y Perdido, cuando tenía 17 años, y eso para mí equivalía al Carnegie Hall. Efectivamente, la noche de mi debut consideré que yo era ya alguien. Llevé 15 centavos a casa y se los di a mi madre; y mi hermanita, que estaba profundamente dormida, se despertó para decirme: “¡Bah! Romperte los pulmones por 15 centavos.” Me dieron ganas de matarla. Finalmente conseguí que me aumentaran el sueldo a 1,25 por noche, y eso era ya mucho dinero, amigo.
Tocaba con 2 sujetos que sólo conocía por Boogus y Garbee, uno al piano y el otro al tambor. Tocábamos desde las 8 hasta el amanecer, con breves descansos en que íbamos a tomar una cerveza con algunos jugadores. Mamá me preparaba algo –arroz con col o algo por el estilo- para que yo lo comiera a eso de la medianoche. Dormía un par de horas en casa y luego tenía que ir a repartir carbón, a veces al otro lado de la ciudad.
Luego volvía, encerraba la mula y contaba el dinero ganado con el carbón: 75 centavos. Al final de la semana tenía alrededor de 5 dólares. Y yo era muy joven, estaba lleno de energías, hasta con la pala. De modo que traté de conseguirme una “viejita”, a quien tenía que darle un par de dólares.
Cuando no estaba en la carbonería, descargaba barcos bananeros. Los racimos me colgaban de los hombros hasta casi tocar el suelo. Una culebra, una rata enorme, cualquier cosa, podía salir de ellos. No comprendo cómo me quedaban fuerzas. Pero en aquel tiempo me sentía feliz andando con los muchachos que me gustaban como amigos, y no conociendo otra cosa. Tenía que ayudar a mamá y a mi hermana. Mis padrastros –usted sabe cómo son los padrastros- hacían muy poco y de ahí no pasaban. Y había que comer.
Una vez me prometieron 50 dólares –más dinero del que había visto nunca junto- por una canción que compuse y que titulé Get Off Katie´s Head (Deja tranquila a Katie). La vendí a A.J.Piron y Clarence Williams para que la publicasen, sin contrato ni nada. Ellos le pusieron parte de la letra, y la llamaron I Wish I could Shimmy Like My Sister Kate (Ojalá pudiera contonearme como mi hermana Katie). No me pagaron un centavo por ella y ni siquiera pusieron mi nombre, pero no me enojé. En esta vida no siempre se consigue lo justo.
En cada esquina de mi barrio habían un honky-tonk. Estaba el de Spano, y el de Kid Brown, y el de Matranga, y el de Henry Ponce. En el primer salón se servían bebidas y detrás había otros dos cuartos, donde se metía a todo el mundo, y allí se divertían de lo lindo. En uno de los cuartos se jugaba al cotch, juego en que se dan 3 cartas de abajo y el punto más alto gana. Nunca fui muy aficionado al juego. Me ponía tan contento si me tocaban buenas cartas que todos me lo conocían.
El otro cuarto era para bailar. Se bailaba el drag lento, muy junta la pareja, alzando un hombro y tal vez con un meneíto. Había un estrado pequeño para la banda en un rincón, y bancos a lo largo de las paredes. Las bebidas eran baratas…y fuertes. Se solía tomar cerveza en jarras de estaño, bien fría -¡cómo me gustaba ver transpirar las jarras!- y con ella se podía uno emborrachar tanto como con el whisky de hoy. El whisky de entonces era casi puro alcohol, realmente caústico. Los chicos no podíamos tomarlo.
A eso de las 4 ó las 5 de la mañana llegaban a la taberna todas las prostitutas, con las medias llenas de dólares, y nos daban una propina para que tocásemos blues. Yo no era muy corpulento y ellas solían sentarme sobre las rodillas, detrás de su botella de cerveza. Y todas llevaban su poquito de perfume; compraban una cajita de tiza en polvo y 15 centavos de perfume, que rociaban sobre la tiza, y con eso se empolvaban. Así, pues, todas olían a ese perfume barato. Y llevaban bonitos vestidos de percal que delineaban bien su figura. Le diré una cosa: eran tentadoras y daba gusto mirarlas. No les faltaban clientes. Creo que las mujeres de entonces eran muchísimo más atrayentes que las chicas de hoy con esos malditos pantalones apretados.
Y algunas de ellas eran de armas tomar: llevaban un cuchillo en la media o dentro del escote. ¡Que sí las había! En mi barrio, Ann Cook y Mary Jack la Osa eran las más bravas. Una vez llegó al barrio una buena chica llamada Alberta, recién salida de la escuela, y se armó la gorda. ¡Uf! Mary Jack la Osa se enteró de que su hombre, su chulo, andaba loco por esa chiquilla y le daba el dinero que le sacaba a ella. Naturalmente, cuando se encontró con Alberta en la esquina de Gravier y Franklin, se enfrentaron en plena calle y allí mismo empezó la refriega. Nunca he visto tantas cuchilladas. Bien cerca una de otra. Un tajo aquí, otro allá. Como que Mary Jack murió de las heridas.
Toda esa gente de mal vivir iba a jugar al honky-tonk en que yo tocaba. No se molestaban con muchachos como nosotros. Los sábados por la noche llegaban parroquianos de todos los pueblos del contorno, Little Woods, Slidell, Bogalusa. Iban con sus chaquetas de trabajo bien planchadas y una gran pistola 45 bajo la chaqueta. Acababan de cobrar su semana en el aserradero, en la plantación de algodón o de caña de azúcar, en las vías del ferrocarril, y a veces cuando perdían en la mesa de cotch, alguien trataba de arramblar con el dinero y empezaba el tiroteo. A menudo veía a algunos, sin dinero ni lugar a donde ir, tratando de dormir de pie en la esquina.
El estrado de la banda estaba junto a la puerta y no me explico cómo no me alcanzaron algunos de los balazos. Simplemente no me había llegado la hora. A cada momento la policía allanaba los honky-tonks y nos encerraban hasta por 19 días. Nos hacían barrer los mercados. Pero yo era un muchacho, sabía que iba a salir, y aquello me resultaba divertido. Por fin el dueño aparecía y pagaba la multa o lo que fuese.
Todo ese tiempo yo vivía con mamá y siempre nos contábamos nuestras cuitas. Era una mujer rechoncha, de semblante encantador y alma todavía más hermosa. Y me metió en la cabeza la idea de que lo que uno no puede conseguir, mejor olvidarlo. Ni hay que envidiar al vecino. Todos la querían por eso, pues por mucho que los vecinos tuvieran, para ella todo estaba bien. Bastaba con que no se metieran con su pequeño mundo. Mi madre era una gran mujer.
Sí, la extraño mucho a mi vieja Mayann. La única vez que he llorado en mi vida fue durante su entierro en Chicago, cuando cerraron el ataúd. Trabajó mucho en su vida; y sólo conseguíamos baratijas aquí y allá, y las aprovechábamos lo mejor posible. Un gran acontecimiento fue para mí la compra de una victrola de cuerda. La mayor parte de mis discos eran de la Original Dixieland Jazz Band, con Larry Shield y su conjunto, que fueron los primeros en grabar la misma música que yo tocaba. Buscaron a Freddie Keppard, pero él se negó a grabar porque no quería que los demás copiasen su estilo. Era tal su preocupación en este sentido, que incluso se cubría los dedos con un pañuelo para que nadie pudiera ver cómo los movía. Yo tuve también discos de Caruso, de Henry Burr, de la Galli Curci y la Tetrazzini, que eran mis favoritos. También me encantaba aquel tenor irlandés, McCormack, con su exquisito fraseo.
Cuando tenía 18 años me casé y me fui de casa. Mi primera mujer fue Daisy y todos se preguntaban si mamá estaría contenta de que su hijo se casara con una prostituta de 21 años; pero ella respondía: “Yo no puedo vivir su vida. Es mi hijo y si él lo quiere así, no hay vuelta que darle.” Pero Daisy tenía muy mal genio y era terriblemente celosa. Una vez me vio con otra mujer, y yo la vi acercarse; se preparaba a tajarme con su navaja cuando yo salté al otro lado de la cuneta y se me cayó el sombrero. Lo recogió y lo hizo trizas. Era un Stetson, y yo había tenido que ahorrar durante mucho tiempo para comprarlo. Me dolió en el corazón, amigo. Hubiera preferido perderla a ella que al sombrero.
En 1917 cerraron todo el barrio de prostíbulos y todos los honky-tonks, y en 1918, cuando Joe Oliver salió de New Orleans con Jimmy Noone para tocar en Chicago, me pusieron en su lugar en el conjunto de Kid Ory, que tocaba en el restaurante de Tom Anderson. Y con toda la gente que se moría y todos los funerales, me iba bastante bien.
Un año después, cuando tenía 19, me contrataron para tocar durante el verano con la banda de Fate Marable, en el barco fluvial Sidney, uno de esos con la rueda grande en la popa. Se consideraba un trabajo de alto copete, ¿sabe?, pues allí uno se codeaba con los mejores músicos. Hacíamos excursiones nocturnas por el río, saliendo a las 8:30 y regresando a eso de la medianoche. Al año siguiente tocamos en St. Louis, en el J.S. y en el St. Paul; salíamos por la mañana, aguas abajo, hasta poco más allá de Alton, en Illinois, y luego volvíamos. La excursión duraba todo el día. A la partida del muelle, Fat Marable, el pianista, tocaba un órgano a vapor mientras los pasajeros subían a bordo. Luego empezábamos a tocar todos, y la gente bailaba. Iban con cestas de comida; a veces se les ponía una gran orquesta y las sociedades organizaban fiestas.
En primavera solíamos ir a Davenport, en Iowa, donde guardaban los barcos durante el invierno. Allí conocí a Bix Beiderbecke. Vivía en Davenport. Entonces era simplemente un muchacho simpático, que los músicos jóvenes querían presentarme. No lo oí tocar hasta que conseguí su grabación de Singing the Blues. Luego en Chicago, cuando yo tocaba en el café Sunset, Beiderbecke venía allí derechito cuando concluía de tocar en el teatro Chicago con Paul Whiteman. A las 4 de la mañana, una vez cerradas las puertas, nos sentábamos a tocar un par de horas. Todo lo que Bix tocaba me llegaba al alma. Nunca hubo rivalidad entre nosotros. El me ganaba. Tenía un tono bellísimo, unas frases estupendas y unos dedos como rayos. Sí, ese era mi ídolo. Y un buen tipo, además. Callado, nunca satisfecho con sus solos, aunque el público se volviera loco, pues él siempre pensaba que podía hacerlo mejor.
Después que Beiderbecke se hizo popular, se lo llevaron a Broadway, y adiós, amigo. Ya no se le podía ver. Lo tenían contratado para actuar 3 ó 4 veces por noche. Era un hombre importante, y así fue como lo perdimos.
En la época de los barcos fluviales, una vez, al llegar a New Orleans, nos esperaba en el muelle un sujeto llamado Jack Teagarden, que quería conocerme, pero yo ni siquiera había oído hablar de él. Y cuando años más tarde se incorporó a mi banda, aquello fue como una fiesta: nos entendíamos a las mil maravillas. No habrá otro Jack Teagarden. Nunca tocaba estrepitosamente. Le gustaban las cosas mecánicas, la electrónica. Uno entraba en su cuarto y corría peligro de electrocutarse con los alambres. Era de Texas, pero siempre decía: “Tú eres negro, yo blanco, y tenemos la misma alma. Pongámonos a soplar.” Y así era la cosa. Se guardaba sus penas y sus momentos malos para sí. Sin embargo, yo podía verle todo el corazón –y hasta la vida- salirle por esa corneta. Y todo era bondad.
Toqué en los barcos 3 veranos seguidos y luego, en 1922, Joe Oliver me mandó un telegrama a New Orleans, diciendo: “Quiero que vengas a trabajar conmigo.” Yo acababa de tocar en un funeral, con la banda Tuxedo, y todos me acompañaron a la estación para comprar el billete. Habíamos visto a muchos chicos que se iban de New Orleans, y tras larga ausencia uno descubría que habían tenido que volver de polizones en los trenes de carga. Nadie me sacaba a mí de allí como no fuera King Oliver. Toda mi vida giraba en torno de él. Yo vivía para Papá Joe. El hecho de que me llamara fue, pues, lo más grande que me podía suceder musicalmente.
En el momento de despedirme, el viejo Slippers (Chancletas), el encargado de echar a la calle a quienes alborotaban el honky-tonk donde yo tocaba, me dijo: “Me gusta mucho la forma en que soplas con esa “codorniz” (no sabía que se llamaba corneta) y ahora te vas para el Norte. Procura tener siempre detrás de ti algún blanco que te ponga la mano en el hombro y diga: “Este negro es mío.” ” Años más tarde se lo conté a Joe Glaser, mi apoderado, que es blanco, y me dijo: “Tú estás chiflado.”
Mayann me preparó un enorme sandwich de trucha para el viaje en tren hasta Chicago y me hizo poner calzoncillos largos porque no quería que me resfriase. Yo llevaba una maleta pequeña –tenía muy poca ropa que poner- y un estuche para mi corneta. Aquello, para mí, era viajar como un señor.
Cuando llegué, no vi a Joe Oliver por ninguna parte de la estación. Vi a un millón de personas, pero no a Mr. Joe, y todos los demás no me importaban un comino. Nunca había visto una ciudad tan grande, con todos esos edificios altos, que yo creí serían universidades. “No, ésta no es la ciudad”, me dije. Disponíame a tomar el próximo tren de regreso a New Orleans, aguardando allí, de pie, con mi chaqueta cruzada, de hombros cuadrados y rellenos, y pantalones anchos, cuando se acercó un mozo de cuerda y me dijo que Joe le había encargado me recibiese. Me llevó al Lincoln Gardens y cuando llegamos a la puerta y oí a Joe y a su conjunto tocando magníficamente, me dije: “No, esta banda no es para mí. Tocan demasiado bien.” En esto salió Joe y me dijo: “Ven acá, tonto.” Yo respondí: “Está bien, Papá.” Y me sentí como en casa. A la noche siguiente empecé a trabajar, y fue ese el mejor momento que había experimentado hasta entonces. No pagaban más que 52 dólares por semana, pero era más que lo que ganaba en New Orleans.
En aquellos días, los músicos de orquesta se sentaban en sus sillas, y Joe, siempre con su pelota de tabaco de mascar en el carrillo, escupía en una escupidera de latón, a la que golpeaba con el pie marcando el compás. ¡Y a soplar! No importaba lo que él tocara, yo simplemente lo apoyaba con unas notas, tratando de que sonara lo mejor posible. Nunca, en ningún momento, se me ocurría tocar más alto que Joe Oliver, a menos que él me lo dijera: “Ahora, tú.”[4] Papá Joe era un espíritu creador; siempre tenía alguna idea, alguna frasecita, que desarrollaba con gran belleza. Todavía hoy puedo oír sus frases en los grandes arreglos de jazz. Sentado noche tras noche a su lado, forzosamente tenían que pegárseme sus pequeños trucos: frases, terminaciones de coda, giros estilizados. Nunca me quedaré sin ideas; no tengo más que pensar en Joe y en seguida encuentro algo que me sirve de punto de partida.
Me sentía muy feliz. Todos los músicos del conjunto eran excelentes personas. Johnny Dodds, que tocaba el clarinete, llevaba un anillo de diamante que valía 4.000 dólares; comprábamos a medias el periódico todos los días; lo único que le interesaba eran los resultados del beisbol, y me daba el resto del diario a mí. El piano estaba a cargo de Lil Hardin, diplomada en música de la Universidad de Fisk, que había tocado con todos los grandes y conocía a todo el mundo. Más tarde me casé con ella.
Todos esos años yo trataba de divertirme siempre que podía, pero no me dejaron. Uno acaba por descubrir que no se puede quedar donde está, que debe subir un poco más, y así he llegado yo a mi vida actual. No pude evitarlo. Pero nunca traté de hacerme el grande.
Al cabo de 2 años con Papá Joe, Fletcher Henderson me mandó buscar en 1924 para que tocase en su conjunto –todos músicos famosos, que formaron la primera orquesta importante compuesta exclusivamente de gente de color- ; subí un poco más en categoría y empecé a grabar con cantantes famosos de blues, como Bessie Smith. Todo lo que grabé con ella me encanta. Era una muchacha de genio muy pronto, y ganaba mucho dinero. Cierto día un individuo se le acercó para preguntar si tenía cambio de un billete de 1.000 dólares –quería saber si ella tenía tanto-, y Bessie le dijo: “Sí.” Se levantó la falda y debajo tenía un delantal de carpintero, del cual sacó el cambio. Ese era su banco.
Transcurrido un año, vi que mis compañeros del conjunto de Fletcher empezaban a hacer tonterías, a beber, a perder interés. Yo siempre fui muy serio con mi música. Me volví, pues, a Chicago.
Toqué un tiempo con un pequeño conjunto que tenía Lil, y esa fue la primera vez que mi corneta llevó la melodía. Luego me llamaron para tocar en el foso del teatro Vendome, con la orquesta de Erskine Tate, que tenía 15 músicos. Había que tocar oberturas y todo el acompañamiento de las películas mudas. El caso es que yo no sabía si podría hacerlo. Nunca toqué música clásica: leer la partitura de Caballería Rusticana, volver las hojas y todo eso. Pero Lil dijo que yo podía hacerlo. Allí cambié la corneta por la trompeta.
Me tomaron para tocar los estribillos de jazz hot cuando subía el telón, y hasta pretendían que yo subiera al escenario; pero me negué. No quería ser un “astro” de sainete, ni aunque me diesen más dinero. Total, que optaron por iluminarme con un círculo de luz. Yo daba el do alto hasta 40 ó 50 veces, enardecido, gritando con la trompeta. Era un loco.
Poco tiempo después, pensé volver con Joe Oliver y además trabajar en el bar Plantation, pues me parecía que estaría más a gusto a su lado. Así hubiera podido quedarme hasta hoy mismo. Pero Lil empezó a decirme: “¿Cuánto tiempo vas a estar pegado a Joe? Eso no te conviene nada.” Entonces fui a trabajar al Sunset, en frente de donde tocaba Joe, y allí me ofrecieron 10 dólares más de lo que iba a pagarme él. Además, el propietario, Joe Glaser, puso mi nombre en la marquesina: Louis Armstrong, el Más Grande Trompeta del Mundo. ¡Imagínese, yo de atracción principal! Entonces era joven y fuerte, lleno de bríos y, gracias a Dios, entusiasmé al auditorio. No pasó mucho tiempo sin que el público de Joe Oliver pasara a oírme a mí. No había nada que hacer, como no fuese preguntarle a Joe si podía ayudarle en algo.
En 1921 llegué a New York, donde todos tocaban en un estilo frenético, y yo me puse a hacer lo mismo. Había que seguir la corriente, ir con los demás. Yo era joven: sopla que sopla, y como quedase con un poco de pulmón, sopla un poco más. 4 funciones por día. Y el tipo de la batería, que siempre me pedía un estribillo más. ¿Cuántos trompetas se han quemado con ese “uno más”? Muy pronto los demás empezaron a seguirme. Todos los directores de orquesta querían que trabajase con ellos, y no tuve más remedio que aparecer al frente de un gran conjunto mío.
En 1937 fui con mi orquesta a Savannah, Georgia, y allí me topé con Joe Oliver. Le había ido tan mal y estaba tan arruinado, que puso un puesto de verduras donde vendía papas y tomates. Allí estaba, en mangas de camisa. Ni una lágrima. Se puso contento de vernos, simplemente. Para él, era un día más. Tenía ese temple.
Cuando Joe llegó a New York, tuvieron que decirle que ya no le quedaba nada que ofrecer. Había envejecido, sufría de piorrea y empezó a perder la dentadura. En su época, los músicos soplaban hasta dejarse los labios en la trompeta. ¡Pum! Ya no podían dar las notas porque sus labios no reaccionaban, no tenían vida. Es cosa triste. No comprendo por qué no me ha sucedido a mí. Creo que Joe Oliver se reventó de tanto tocar en aquellos desfiles callejeros de New Orleans.
El caso es que Joe volvió de New York y empezó a dar vueltas por el Sur. Y en aquel tiempo, si uno se quedaba sin trabajar 3 ó 4 días, lo probable era que se encontrase con que ya no tenía más orquesta. Sin esos billetes verdes, no tiene uno amigos.
Así fue como Joe empezó a rodar por casas de pensión baratas, y las dueñas a quedarse con su baúl por lo que les debía, hasta que por fin montó ese puesto de verduras donde lo encontré. Le di lo que llevaba en el bolsillo, alrededor de 150 dólares, y Luis Russell, Red Allen, Pops Foster, Albert Nicholas y Paul Barbarin –que habían tocado todos con él- le dieron lo que tenían. Aquella noche tocamos en un baile, y al echar una mirada en derredor vimos a Joe, de pie, entre bastidores. Iba tan elegante como el Joe Oliver de 1915. Había desempeñado todas sus cosas, usted sabe, el traje y lo demás, el sombrero Stetson de ala baja, sus botines, su abrigo de hombros cuadrados. Tenía un aspecto formidable y pasó una noche maravillosa, primero oyéndonos tocar y luego charlando con nosotros.
Hacía mucho tiempo que yo no lo había visto, desde 1926. Pero mi devoción por él era la misma y cada vez que se me presentaba la oportunidad lo ayudaba de alguna manera. Pero yo mismo no tenía mucho; no ganaba más que 75 dólares por noche. Y siempre he tenido una esposa que atender, y a ésta le gustaban mucho los brillantes; siempre estaba pagando cosas a plazos. Era mi tercera mujer, Alfa, que se daba pista ante las coristas, con pieles nuevas a cada rato, para que ellas dijeran: “¡Dios mío! ¿Qué clase de piel es esa?”
Poco después de salir de Savannah, el dueño de un bar, un antiguo admirador de Joe, le dio a éste un trabajo miserable como encargado de limpieza, para que vaciara escupideras iguales a las que en otro tiempo le servían para marcar el compás. Y poco después murió. Mucha gente dice que de un ataque al corazón. Yo creo que tenía el corazón destrozado, de tanta pena. No puedo pensar en él sin decir: “¡Pobre Joe, mi maestro!”[5]
Pero siempre he sabido que mi apoderado, Joe Glaser, es el único tipo que realmente ha entendido a Louis Armstrong. Me pasa como a una criatura o un perrito, que saben siempre quién es el que no los zurra seguido. Por eso hago cuanto puedo para tenerlo contento. Y todos esos dolores de cabeza que representa el tener que conservar unida la orquesta, cuidar a los músicos, pagarles, vigilar la taquilla, arreglar las comisiones, pagar los impuestos, elegir piezas para grabar, de eso yo no me preocupo. El simplemente me da un tanto al mes y se ocupa de todo lo demás. Yo quiero hacer tan sólo las cosas que sé hacer bien.
Si alguna vez me quedo pobre, seguiré feliz. Como siempre he dicho, es mejor haber sido alguien alguna vez que no haber sido nunca nada. Seguiré siendo “Satchmo”, y mi casa la tengo pagada. No me voy a mudar nunca.
Muchos de esos veteranos de New Orleans solían beber demasiado, y por eso la mayoría no duraron.
Uno va a tocar a orillas del lago o en un picnic –en Spanish Fort o West End- y lo primero con que se encuentra es que le dan medio litro de whisky aun antes de haya sacado el instrumento del estuche, sin duda porque piensan que así tocará mejor. De modo que al ratito uno no puede encontrar ni la boquilla de la trompeta. No puede concentrarse en lo que está haciendo y aunque cree que toca algo terriblemente alegre, lo que sale del instrumento es pura tristeza. Cierto es que, como todos están borrachos, nadie sabe lo que uno está tocando.
Por eso ahora todo lo que me perjudica lo hago a un lado automáticamente. En todos estos años mi trompeta ha sido para mí lo primero, incluso antes que Lucille, mi mujer. Así tiene que ser. Quiero a Lucille porque ella lo comprende. Está de mi parte.
No he faltado a una sola función en muchos años porque tengo una costumbre que sigo todos los días. Cada vez que me cambio de ropa tomo ese producto llamado Heet, y me paso un poco por el pecho, la espalda, la garganta y el estómago. Evita los catarros y otras cosas por el estilo y mantiene las vías respiratorias en buen estado. Y también tomo a menudo un traguito de glicerina y miel para lavarme el pecho y la garganta por dentro. Los gases son la causa de que tantos de los muchachos hayan muerto. Lo llaman ataque cardíaco, pero no es otra cosa que gases. Y si tengo un poco de dolor en el estómago, corro a buscar el Maalox. Tal vez la única razón de que todavía conserve los labios es un ugüento que siempre llevo conmigo, hecho por un trombón de Alemania; descansa los labios y los mantiene vigorosos. Y siempre llevo en el bolsillo posterior del pantalón la boquilla de mi trompeta. Si uno la deja por ahí en el camarín, le entran microbios, insectos, cualquier cosa. Eso no es bueno. Siempre me pongo en los labios y en toda la cara espíritu de nitro dulce, para corregir la más pequeña molestia. Mamá solía dármelo diluido en agua caliente, con un poco de azúcar, para combatir los resfriados. Al ponérselo en los labios uno pega un salto, pero alivia. Tuve que aprenderme todo eso.
Cuando yo era pequeño, mamá me daba una gran cantidad de remedios caseros muy raros. Para la irritación de garganta ponía a hervir en agua unas cuantas cucarachas, colaba el agua y me daba una cucharadita. Todavía conservo un libro titulado Gumbo Ya-Ya, lleno de refranes y remedios criollos. Pasó bastante tiempo antes de que tuviera fe en otras cosas. Ahora no me atrevería a acostarme sin tomar mi purga, el Swiss Kriss. Hay que quitarse todas las impurezas cada día. A eso debo mi éxito. 52 años (de actuación) es mucho tiempo y no van a durar tanto los que andan en esta música.
Y hay una cosa curiosa. En todos los años que toqué en New Orleans, Chicago, New York, cuando más me ha conocido la gente ha sido desde el éxito de ¡Hello, Dolly! Ya no pienso mucho en aquellas bonitas piezas antiguas. Si el público no las ha oído hasta ahora, vergüenza debiera darles. Que las oigan en disco. Por supuesto, no va a llegar el momento en que no sea capaz de tocarlas tan bien como antes. Pero nunca he tratado de probar nada a nadie. Lo único que siempre me ha interesado es dar un buen espectáculo.
Pero todas las canciones están vinculadas hasta cierto punto con mi vida, pues hay que pensar y sentir algo mientras uno mira las notas y frasea. Tiene que comprender el alma de la canción. Blueberry Hill está dedicada a alguna mujer que no he visto desde hace 20 años. Su identidad no viene al caso. Mack the Knife me recuerda a muchos tipos que veía en New Orleans con un cuchillo, prontos a clavárselo a uno en la espalda y quitarle el dinero. Y pienso en esas cosas, aún cuando las canciones estén tan comercializadas.
Creo que he cantado ¡Hello, Dolly! alrededor de un millón de veces y por todo el mundo –en Budapest, en Rumania, por todas partes-, y siempre con la misma reacción del público. En cuanto entono ¡Hello, Dolly!, siempre hay oyentes que responden ¡Yeeeaaah! De manera que si la gente no está cansada de oírla, yo no estoy cansado de cantarla. Para mí es un placer. Y todos mis pequeños ademanes y gestos –sacar bien el pecho, hacer muecas, las contorsiones- mientras los oyentes aplauden, todo eso es parte de la diversión. La gente lo espera de mí; saben que estoy allí para alegrarlos. Y no me preocupa lo que piense nadie. Nunca seré un tipo estirado. Hay un viejo dicho: “Yo seré la cabeza del caballo en el circo, y tú basta con que seas tú mismo.”
Mire, creo que cuando empecé a añadir un poco de teatralidad a la música, el público me tomó más simpatía. Durante mucho tiempo nos limitábamos a tocar un número tras otro, como cualquier orquesta ruidosa, y si uno se descuidaba, le daban la espalda. Yo me rompía los sesos y me esforzaba hasta agotarme para agradar a los otros músicos. Y lo primero que preguntaban esos tipos era: “¿Estabas bebido? Soplabas muy fuerte, viejo. ¿Estabas bebido?” Uno trataba de mostrar que era capaz de hacer algo artístico, y el “hijo de perra” me salía con una de esas que lo dejan a uno sin aliento.
He caído en la cuenta de que los espectadores, el público corriente, me creían un loco desenfrenado. Me había olvidado de ellos y eso no me favoreció. Descubrí, pues, que lo mejor es vivir para el público. Si uno está allí es para agradar a la gente, quiero decir, hacer las cosas lo mejor que pueda. Esos pocos momentos les pertenecen a ellos. Como me dijo un veterano cuando salí de New Orleans: “Plántate delante del púbico.”
Pues bien, yo estoy de acuerdo con él. A algunos les agrada que les den palmaditas en la espalda y pretenden que uno se les arrodille porque ellos hicieron tal cosa o tal otra y son esto o aquello. Pero me basta, y es para mí motivo suficiente de asombro y de satisfacción saber que puedo responder cuando me dicen: “Dale con toda el alma.” Muchos de los nuestros se han ido, han desaparecido de escena. Solamente quedamos unos pocos. Pero como decía aquel pequeño trompeta criollo, Joe Petit, cada vez que nos encontrábamos en un desfile o un entierro: “Nunca dejaré que esta trompeta me mate. Yo la voy a matar a ella.”
[1] Satchmo es una abreviación de ‘satchel mouth’, que en inglés quiere decir tener la boca tan grande como un buzón.
[2] Parece que también ocultó la única hija que tuvo, con una viuda de un amigo, en Brasil. Es increíble cómo hizo realidad la canción que cantaba de niño:
[3] Armstrong nunca tuvo problemas con la bebida, pues fumaba 4 cigarrillos diarios de marihuana. Consideraba al último vicio como menos nocivo que el primero. Murió a los 70 años de un problema pulmonar.
[4] Warren “Baby” Dodds, describiendo la banda de Oliver dijo: “No había estrella alguna, pero todo el mundo debía destacarse.”
[5] “No hubo nadie en New Orleans que haya tenido el fuego que Joe Oliver tuvo. Fuego – que es la vida de la música, que es la forma en que esta debe ser.” Louis Armstrong, 1950.