Guillermo Orce Remis nació en Tucumán en 1917. Antes de fallecer en Buenos Aires en 1998, fue periodista de La Gaceta, funcionario cultural público, amigote de Cortázar en París, pero por sobre todo melómano, especialmente de jazz y conductor de un señero programa en Radio Nacional: Cincuenta Años con el Jazz. Me avergüenza decir que sólo lo conocí como escritor en la contratapa de los vinilos, durante la década del 70. Sin embargo, al mismo tiempo me enorgullece haberlo conocido al menos por su labor más destacada y perenne. Comparto con él su idolatría por Edward. Hace poco Duke Ellington cumplió 116 años y Remis 98. Valga este homenaje a ambos.
LP: DUKE ELLINGTON, grabado en el Cotton Club 18-5-37 y en el Southland 1-9-40. In Memoriam 1974. Trova. MXT 40016.
Duke Ellington ha muerto, y es la pérdida mayor que haya experimentado el jazz en toda su historia. En todo el mundo, hombres y mujeres están renovando sus emociones en un intento por delimitar la presencia de muchos Ellingtons sucesivos o simultáneos, alojados en el interior de cada oyente…porque ¡cuántos Ellingtons lleva adentro cada amante del jazz a través de los años! De pronto uno de ellos nos aparece en Fantasía en Negro y Canela; y con un matiz distinto, en Black Beauty; y otro más en Lazy Rhapsody y en It don´t mean a a thing o en Dama Sofisticada, o en Preludio a un Beso, o en cada una de las largas obras de concierto. Y en todos los títulos, ofreciéndonos el misterio de la música para estallar en Koko o en Happy Go Lucky Local. Y más Ellingtons aparecen en Pitter Panther Patter, con Jimmy Blanton al lado, y continúan apareciendo hasta llenar todo el horizonte del jazz…pero Duke ha muerto, y nosotros nos encontramos cada vez más solitarios, aún sabiendo que todavía podemos oír a Duke y a sus hombres con el milagro del disco, pero con la convicción de que jamás podremos volver a emocionarnos con una nueva melodía con su firma, ni podremos verlo y escucharlo diciéndonos: “I love you madly”…
Pero sí está dentro de nuestras posibilidades el volver la vista atrás y repasar ese universo musical único en nuestro siglo, que fue creciendo complejo y simple al mismo tiempo; dramático y apacible, violento o con pastorales resonancias. Un universo lleno de caminos, de bifurcaciones, de senderos y matices y sentimientos que surgían de esos matices, y con colores de la jungla misma y un lenguaje para la expresión pura. Todo englobado en un ambiente excepcional que escapaba de los otros estilos que pudieron influirlo.
Su clima fue un clima personal que sólo de él fluía, con estaciones y temperaturas diversas entre sí pero unificadas por su genio y distintas de otras realizaciones de talento. Y así fueron naciendo lo que muchos han llamado estilo “jungla”, y más tarde lo que se llamó “mood” (humor), también una modalidad típicamente ellingtoniana. Y ahí está la jungla en Black and Tan Fantasy, en The Mooche, o en Jungle Nights of Harlem; lo “mood” en Lazy Rhapsody, en Blue Goose, y en tantos otros títulos.
Ya en la década del 20 apareció la magia en Duke Ellington. Tenía a mano todos los elementos necesarios para trabajar con fecundidad: inteligencia musical, iniciativa, lirismo, solistas extraordinarios que supo descubrir, y en algunos casos “fabricar”. Así nació un jazz distinto, una música de frontera, supercivilizada a ratos, otras voluntariamente primitiva, ingredientes que supo dosificar con sabiduría hasta conseguir un complejísimo refinamiento de atmósfera. Y durante toda su carrera fue oscilando entre la herencia de los antepasados y la originalidad armónica de impresionistas que fueran sus maestros. Y la totalidad de los elementos que encontramos y celebramos en su madurez, aunque imperfectamente, estaban definidos en la misma década original de su creación, en los años 20. Después retocó, perfeccionó, desarrolló.
Hoy, Duke ha muerto apagando cientos de fuentes de inspiración. Pero quiero ir al pasado, insistir en el hecho de que en la misma década del 20 Ellington comenzó a destapar las ollas del jazz para darnos otros sabores, otros alimentos, sin abandonar por eso la composición básica del arte que lo seducía. Hasta ese instante, de cada marmita había estado saliendo un olor especial, pero confuso, vago, que llegó a ser monótono con el tiempo, porque el vapor y el olor y el sabor se habían estabilizado. Ellington añadió otros materiales: un poco más de color, matices, y vio que todo era bueno, pero no descansó al séptimo día, siguió trabajando y nosotros comenzamos a soñar con el gran protagonista de las décadas; y me sucedió a mí y a otros muchos que estábamos cansados de escuchar a los intérpretes de ese tiempo haciendo tachín-tachín. Y apareció Eduardo Ellington, que todavía no era Duke sino Eduardo apenas, sin títulos ennoblecedores y sin haber ennoblecido su música.
Creo que en el principio todo debió sucederle como en un sueño, o en un ensueño con muchos colores y tonalidades diversas, y con muchas trompetas y trombones con sordinas, y se animó a darle pronta realidad a su fantasía. Hizo bien, porque pudo ser peligrosa su demora: nos sucede a todos; no nos animamos a algo y al final los sueños se nos quedan en los bolsillos. Y Duke preparaba Soda Fountain Rag y otras pequeñas creaciones, y en seguida sí fueron Harlem River Quiver y Mood Indigo y Solitude, y hasta esa Dama tan sofisticada. Y ahí, en ese ambiente misterioso fue creciendo lleno de alegría maciza y dura como el espíritu de los esclavos de Lousiana, ya la misma jungla, y colores… más colores y matices dentro de ellos; matices que giraban incesantemente. Y añadió algunos ingredientes humanos a los que colocó nombre y apellido: sus músicos. Y los fue creando y recreando de distintas maneras, con diversas aptitudes, y les entregó otros materiales que sacaba de su propia alma. Y lo mezcló todo y salió algo más denso, que iba desde la claridad radiante de un rayo de luna en la selva de los Bobo-Oulé hasta el magenta y el índigo y el terrible sol del desierto de Halahari. Y se trajo a rastras algunas frases de los románticos musicales y otras de los impresionistas, aunque las utilizó a su manera, del modo más negro posible, negras por dentro, en lo profundo.
Más tarde amplió la duración liberándose de los tres minutos fatídicos que sellaban los discos en el tiempo, y comenzó a crear obras de extensión, con otro espíritu, pero que, graciosamente, conservaban la esencia del espíritu de la obra consumada. Y allí pintó, como lo hiciera en la época de los tres minutos, cuadros, panoramas; describió vidas y costumbres con corcheas y semifusas.
Y como él era como un gran pagano, sensual y fuerte, llenó de hormigueante vida toda su obra y fue dueño de la complejidad y la belleza como nadia lo había sido hasta comenzar la existencia de la palabra Ellington en el vocabulario de los hombres; y pueden confirmarlo en cuanto a la belleza en In a sentimental mood, Sophisticated Lady, Lady of the Lavender Mist o Prelude to a Kiss.
Y corrieron los años y se agotó. Pero volvió a empezar, consiguió nuevas caras para sus sonidos. Hasta que se cansó una vez más. Más esfuerzos no tenían sentidos, ya que todo el jazz estaba teñido de Ellington, pero siguió luchando hasta cansarse definitivamente. O se cansaron las décadas. Qué sé yo.
Y ya nada tenía importancia en el esfuerzo porque todo era Ellington y así será por siempre; él seguirá en la cumbre hasta que se grabe el último disco de jazz. Pero no olvidaremos jamás el que Duke comenzó a destapar las ollas del jazz, de la vieja música, monótona, en cierto momento, para echar en ellas un buen trozo de sofisticación, una pizca de noche de Africa muy oscura; y agregó además un sobrecito de Ravel, un sachet de Debussy y un temblor profundo, no de piel, sino de alma; y un dolor muy hondo que le salía del negro nieto de esclavos, en Washington. Y revolvió todo con una cuchara.
Ya no se detendría la cosa, y así seguirá, negra y ellingtoniana por todo el tiempo que nos quede de vida, y se convertirá en droga que nos aplaca o nos enferma, pero que sabe unir la materia y el espíritu; que en ciertos instantes de felicidad, o agresión, o alegría, o sufrimiento, porque todo esto junto es la vida del hombre.
Ha muerto Duke, pero seguimos vivos para recordarlo, para darle vida hasta que otros recojan la antorcha para entregarla a los más nuevos, que a su vez dirán en algún momento: “I beginning to see the light”. GUILLERMO ORCE REMIS, 1974. https://www.youtube.com/watch?v=Gyq5LQniA9U