Una inesperada operación quirúrgica en noviembre impedía avizorar una vacación interesante. Pero cuando al bimestre se reveló la evolución satisfactoria del paciente (yo), una vacación al Caribe, crucero incluido, apareció como el antídoto ideal para consolidar la cura. Y hacia el Caribe nos dirigimos.
Aterrizar 3 días en un hotel 5 estrellas en República Dominicana con todo incluido (tragos libres de primeras marcas) fue lo más parecido a llegar al Cielo habiendo evitado morir. Especialmente habiendo resistido los últimos 3 días en Argentina sin energía eléctrica. Beber 3 copas seguidas del exquisito jerez Tío Pepe, sin abonar en cada ocasión, deviene un placer doble. O vasos de whisky o de ron destilado. O de vodka. O de lo que sea.
3 días pasan muy rápido y no dan lugar a rutina posible. El hotel se constituyó así en tobogán por donde deslizarnos, a través de cenas asiáticas y dominicanas, hacia un crucero de 7 días por las Perlas del Caribe. Sin prescindir antes de una rara excursión de spa a océano abierto, con masajes en colchonetas flotantes y sometiendo los pies a la voracidad de unos pececitos comedores de células epiteliales difuntas, dejándolos renovados y limpios[1].
Costa Mágica ya es un nombre que invoca lo que evoca; así el barco nos llenaba de ilusiones. Mejor dicho, su nombre. Ni qué decir cuando descubrimos en la habitación el balcón privado de 15 mts. x 3,5 mts. Lástima que no llevamos las raquetas de tenis.
La vacación no sólo lucía súper debido a las circunstancias dramáticas que la habían antecedido (nadie gusta de que le extirpen la tiroides inopinadamente) sino también por cumplir nuestro matrimonio las bodas de plata y haberse ido nuestros hijos de viaje, quedándonos a solas por primera vez en 19 años. ¡Al fin solos! Pasamos de soportar 90 días ininterrumpidos de desgracia (operación, estudios pre y post operatorios), a sentirnos sanos y liberados. Triunfantes como el Ángel Exterminador.
Pero subir al crucero impuso una rutina operativa vacacional (desayunar, excursionar, acicalarse, concurrir al show, cenar, bailar) en el cuarto día del viaje, cuando la sorpresa comienza a menguar y las bebidas y comidas ingeridas a acumularse.
La llegada a Tórtola (British Virgin Islands) fue linda, como la excursión correspondiente por mar y tierra, conociendo una isla pequeña, acuchillada y pintoresca. Pero las sucesivas llegadas a Antigua, Martinica, Guadalupe y St. Marteen tuvieron efectos marginales decrecientes, sumando de forma creciente al cansancio acumulado. Una isla no deja de ser un terreno rodeado por agua de mar. Como diría Borges: todas las islas son la misma isla.
Comenzó a aparecerme una chatura espiritual general que rodeaba todo el viaje, antes no visible. Especialmente intolerable, la chatura de la música: ritmos limitados al meneo de caderas, no desplegando mensaje musical alguno. Comidas y bebidas en abundancia, pero no excelentes. Escenas mecánicas de personas necesitando mostrar y mostrarse a sí mismas que están de vacaciones, que todo es “distinto a lo cotidiano”. Sin percibir que han inaugurado una nueva cotidianeidad, sólo más cara. Funcionando como zombies vacacionales. De noche y de día.
Casi no vi conductas apasionadas desplegarse a mi alrededor. Sólo consumismo. Por suerte la realidad es siempre diversa, y está repleta de excepciones.
Apasionado fue el gordo húngaro que tocaba el piano como dios, en el restaurante Vicenza del barco, con magistral interpretación de Erase una vez en el Oeste, de Morricone. Mientras mecánicos comensales conversaban indiferentes, al ritmo de sus cubiertos.
Apasionados eran los bailarines contratados por la boite Imagine, una caverna bailable en República Dominicana, que danzaban con ímpetu extra-mercantil, destacándose un rubiecito tipo androide andrógino. Mientras mecánicos concurrentes a la pista, bailábamos para cumplir, incluyendo una bellísima alternadora dominicana de unos 19 años, acompañando anodinamente a 2 rusitos adinerados. Ni qué hablar del decrépito espectáculo que daban 7 rusas treintañeras con quienes llegamos en el mismo transporte hotelero, donde pudimos apreciar que el perfume caro también puede oler como barato, al combinarlo con transpiración grasienta. Todo el entusiasmo eufórico que habían mostrado en el camino de ida, se derritió al llegar y encontrarse con que ningún varón amagó brindarles la alternativa de bailar. Bailaban sueltas, al compás de lo que iban copiosamente ingiriendo en el open bar; desprolijamente gordas y fatalmente condenadas a bailar entre ellas, deambulaban por la caverna, como sombras de Platón en versión Sartre. Notable excepción, una bellísima españolita morocha, muy vivaracha, bailando alternadamente con sus compañeras de viaje, con gracia y erotismo inolvidables.
Apasionado el sirio, dueño de un bar ubicado frente al mercado de frutos de Guadalupe, que hacía kebab riquísimos, amistoso y comunicativo, que aglutinaba decenas de viajeros incomunicados, gracias a un recurso tan elemental como ofrecer gratis wi-fi.
Apasionada era la gordita genovesa tripulante del Costa Mágica, siempre de buen humor al desarrollar sus entretenimientos (por ejemplo, reventar globos de un culazo contra el culo de su compañero, o dejarse utilizar como guitarra humana) y muy comunicativa. (“Me encanta cómo hablas”. No sé si franca)
Apasionado y corajudo era el francés setentón con el que nos tocó compartir un desayuno, al que le faltaba toda la quijada inferior (o lucía cómo que le faltaba), y que sin embargo luchaba sin cuartel, y con éxito, la masticación de un pan bien duro. Y que miraba tímidamente de reojo, sabiendo que su imagen era desagradable; como pidiendo perdón, de costadito, mediante una caidita de sus ojitos azules. ¡Hay que tener huevos para salir a recorrer el mundo en esas condiciones solo! ¡Cuánto entusiasmo por vivir!
Todo viaje presenta eventos misteriosos. Al reabordar el barco en Guadalupe, olvidé recoger mi gorra luego de pasarla junto con un bolso por la máquina de seguridad. Un oficial me corrió 20 mts., cuando me encaminaba hacia el barco, y me la alcanzó. Cuál no sería mi sorpresa cuando descubro que esa no era mi gorra. Volviendo sobre sus pasos, le pregunto dónde la encontró. Me indica la máquina de seguridad lindera a la que yo había franqueado. Es decir, otra persona, casi simultáneamente, había olvidado su gorra en la máquina vecina. Gracias a lo cual descubrí mi olvido. Este evento encierra un mensaje críptico; no sé cuál.
El plato fuerte fue un torinés de 75 años, que elegantemente vestido con trajes claros, no se perdía baile. Bailaba sólo o con chicas que eventualmente acoplaba sobre la pista. Lucía cual inglés flemático dispuesto a desflemarse. Con anteojos y elegantemente canoso y caballeresco. Me fascinó verlo; notable contraste entre el baile mecánico de quienes salían a bailar por bailar, con la alegría profunda que el baile de este anciano destilaba. La última noche decidí no quedarme con la intriga y le dije: “Quiero felicitarlo porque me resulta admirable su actitud; pero le confieso que al mismo tiempo Ud. me resulta muy intrigante, porque su apariencia flemática no cierra con su conducta.” Entonces comentó que celebraba la recuperación de su mujer de una enfermedad que la había mantenido postrada. Que su hijo le había aconsejado que fueran a divertirse a un crucero. Claramente ella no podía desplazarse y por eso no lo acompañaba a la pista de baile. Cuando le dije que había pensado que él era un figurante contratado para entusiasmar, me respondió: “Che figurante? Io sono uno che ha pagatto il biglietto. Sucede che, finalmente, io ho deciso divertirme.”
En esa decisión radicaba todo el secreto de su vacación. Pero, ¿deja por eso de ser un trabajo; o al contrario?
Al desembarcar en La Romana concurrimos 2 días a otro hotel, para empalmar el vuelo de regreso a Argentina. Más bebida y comida libre. Pero una faringitis adquirida el anteúltimo día de crucero que arruinó mi humor, se sumó al hastío acumulado y a la culpa por mi panza acrecentada con nueva grasa, tornándome inviolable frente a las tentaciones alimenticias y etílicas. Comencé a ver sólo la rutina vacacional, propia y ajena: la madre norteamericana sacudiendo durante 10 minutos los juguetes de playa de sus hijos antes de retirarlos a la habitación, como si un corpúsculo de arena pudiera ocasionar el fin del mundo; los acomodadores de reposeras comiendo a escondidas las sobras de la comida dejada sobre mesitas playeras, como buitres recorriendo un campo de batalla al atardecer; las caras standarizadas de los esposos casándose en ceremonias playeras, recorriendo el “pasillo central (de la playa)” hasta llegar a los improvisados altares, vestidos de gala al sol, transpirando, y utilizando de niños portadores de anillos a sus propios hijos, motivos de la ceremonia en curso (los bañistas aplaudiéndolos al dar el sí, como cuando se perdía un chico en la Bristol); los artesanos ambulantes tratando de vender con desesperación sus mercancías, simples pretextos para solicitar dinero a cambio de un arte nada significativo[2]; un mago realizando trucos extraordinarios sobre su ayudante, con público aplaudiendo, pero retirándose ni bien sentían que se repetían la forma de los trucos (si el mago hubiera hecho desaparecer dos veces el Sol, la primera hubieran aplaudido educadamente, pero a la segunda desaparición, se hubieran levantado fastidiosos); las mucamas del hotel con sus carritos llenos de enseres para reacondicionar las habitaciones, abriendo las puertas en ausencia de sus moradores, como si fueran las dueñas del establecimiento; los maleteros con sus carritos vacíos en busca de maletas, ávidos de propinas; la repetición de los entretenimientos; las caras solemnes de bañistas leyendo libros que podrían haber leído en sus casas de modo más confortable y barato, para poder decir que lo hicieron en su vacación; los vigilantes, saludando con estudiada cortesía a los paseantes, cuantas veces pasaran (una tarde que fui y volví 3 veces de la playa, el mismo vigilante me saludó 6 veces, con idéntica hueca cortesía); las caras anodinas de los transeúntes de aeropuertos, lejos de evidenciar algarabía vacacional, con la resignación de un Sísifo subiendo la montaña de la vacación para desandarla luego.
Mención aparte merecen los vendedores de membresías a clubes vacacionales vinculados a los complejos hoteleros. Aprovechando que esta era la primera vacación de mi vida donde concurro a un sitio con el único fin de descansar y por lo tanto con tiempo de sobra[3], nos sometimos a 2 de esos intentos de venta (uno en cada hotel), a cambio de unos regalitos (anteojitos, relojitos, toallitas, bolsitos, pañoletita). El núcleo de su discurso fue el siguiente silogismo: “La vacación es un bien importante. Si aseguras tu salud, debes asegurar tu vacación.” Inútil hacerles notar que el costo más alto de vacacionar en el exterior, para quienes vivimos en países geográficamente periféricos, es el costo del pasaje aéreo, y que si no logramos asegurar dicho costo de nada sirve asegurar un costo menos importante como el alojamiento. No podían entender que no soñáramos vacacionar “hasta que la muerte nos separe” en un all inclusive, si bien ubicados en diferentes lugares, luciendo y funcionando todos del mismo modo. Cómo renunciar a la “tranquilidad” de saber que llegamos a un lugar donde seremos atendidos de una cierta manera, con una cierta comida y bajo una cierta arquitectura funcional. Lo que nos ofrecían era standarizar para siempre nuestra vacación. ¡Odio esa seguridad! La vacación requiere sorpresa. Y la sorpresa no puede programarse, por definición.
Ese atosigamiento de los últimos 3 días, amplificado por la objetividad que me dio la gripe (al eliminar los elementos autocomplacientes/narcotizantes de un vacacionante), me reveló súbitamente un conocimiento casi inefable, que me condujo a escribir todo esto, para clarificarme las ideas. Y es que la gran tarea del ser humano es desintoxicarse para aspirar a la libertad. Y un régimen de alojamiento todo incluído no propende a ello.
Al vacacionar hay que balancear: cultura del ambiente, salubridad de la ingesta, y descanso vs. movilidad para conocer.
No me arrepiento de haber tomado este tipo de vacación. Es lo que mi situación de convaleciente me indicaba. Pero luego de esta experiencia me resulta difícil imaginar una próxima vacación soñada. Un hotel sólo-playa resultaría aburrido. Y una recorrida semanal ininterrumpida, en barco o bus, cansadora.
El desafío de disponer de una atalaya de reposo desde la cual emprender alternadamente breves excursiones, mantener la salud física y la riqueza mental necesaria para sentirnos personas armoniosas, requerirá de varios días de mis próximas meditaciones, mientras emprendo una inexorable purga corporal.
Tal vez tantas cavilaciones prueben que ya estoy reestablecido de mi operación. Como dice Alex (personaje central de La Naranja Mecánica): que yo ya he vuelto a ser el mismo.
O tal vez, no.
(continuará, en la próxima vacación)
[1] A mi esposa le comieron hasta el esmalte de las uñas de los pies.
[2] Su falta de imaginación para la confección de souvenirs es total, a punto que la Isla del Tesoro, donde se inspiró Stevenson para su novela, no tiene asociado ningún souvenir. Cuando le pregunté a una vendedora cómo podía ser eso, me contestó: “A la gente le dicen: Esa es la Isla del Tesoro, entonces la gente dice: ok. Y siguen con otra cosa.” Disney hubiera montado todo una tienda sobre esa temática.
[3]Jamás había concurrido a un hotel para simplemente permanecer ahí alojado y reposar. Siempre concurrí básicamente para realizar visitas. Para descansar a secas, siempre consideré mejor mi casa.