MundoMorando

El blog de Mario Morando

Sobre la amistad (Francis Bacon, 1612)

leonesDedicado a  mis amigos,

quienes lo fueron o podrían serlo.

                              ***

Vuestro público no vale una persona.

Monsieur de Sainte-Colombe a los emisarios del rey.

(Todas las mañanas del mundo, film de Alain Corneau)

                          ***

Si un día, de repente, todos pudieran leerse la mente,

no quedarían dos amigos en este mundo. Pero como

un mundo sin amigos sería intolerable, rápidamente

se reestablecerían las amistades sobre bases sólidas.

Bertrand Russell

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Ha tenido que ser difícil para quien lo dijo, haber puesto más verdad y falsedad juntas en pocas palabras que en la frase: “Quienquiera que se deleite en la soledad es una bestia salvaje o un dios”, porque es más cierto, que todo hombre en el que hay un odio natural y secreto y una aversión hacia la sociedad tiene algo de bestia salvaje; pero es más incierto que tuviera algo característico de la naturaleza divina, excepto que proceda, no del placer de la soledad, sino de una afección y deseo de acaparar la conciencia de un hombre para una conversación más elevada; tal como se halla que ha sido falso y fingido en algunos paganos: como Epiménides, el candiota; Numa, el romano; Empédocles, el siciliano; y Apolonio de Tyana; y verdadera y realmente en varios de los antiguos eremitas y padres de la Iglesia. Pero los hombres se dan poca cuenta de lo que es la soledad y cuán ampliamente se extiende; pues la multitud no es compañía y las caras no son más que una galería de pinturas, y su charla repique de címbalos donde no hay amor. El adagio latino alude a ello un poco: Magna civitas, magna solitudo (Una gran ciudad es una gran soledad); porque en una ciudad grande los amigos están esparcidos, por tanto no hay esa amistad que, en su mayoría, hay en vecindades menores; pero podemos ir más allá y afirmar con mayor sinceridad que es una mera y desgraciada soledad desear verdaderos amigos, sin lo cual el mundo resulta un yermo; y aun en este sentido también de soledad, quienquiera que en su constitución y afectos no sea adecuado para la amistad, lo toma de las bestias y no de la humanidad.

Uno de los frutos principales de la amistad es el alivio y descarga de la saciedad y agitación del corazón a que le constriñen las pasiones de todas clases. Sabemos que las enfermedades de detención y asfixia son las más peligrosas del cuerpo, y no ocurre de otro modo en la mente. Se puede tomar zarzaparrilla para abrir el hígado, acero para soltar la bilis, cocimientos de azufre para los pulmones, castóreo para el cerebro, pero ninguna receta abre el corazón sino un amigo verdadero con el cual se pueden compartir penas, alegrías, temores, esperanzas, sospechas, consejos y cualquier cosa que oprima el corazón, en una especie de confesión laica.

Es extraño observar que gran proporción de grandes reyes y monarcas se apoyan en este fruto de amistad del que hemos hablado; tan grande que muchas veces lo adquieren con peligro de su propia seguridad y grandeza; porque los príncipes, en consideración a la distancia de su fortuna con la de sus súbditos y sirvientes, no pueden recoger ese fruto, excepto (para hacerse capaces de ello) que eleven a ciertas personas hasta hacerlas compañeras y casi iguales a ellos, lo cual, muchas veces, tiene sus inconvenientes. El lenguaje moderno da a tales personas el nombre de favoritos o privados, como si fuese cuestión de gracia o conversación; pero el nombre romano se atiene al verdadero uso y causa de ello, llamándolos partícipes curarum (partícipes de los cuidados), pues eso es lo que aprieta el nudo de la cuestión. Y vemos claramente que eso se ha hecho no sólo por príncipes débiles y aprisionados sino por las más prudentes y políticos que jamás hayan reinado, los cuales, con frecuencia, han asociado a ellos a algunos de sus sirvientes, a los que han llamado amigos, y han permitido que ellos les llamaran de la misma manera, usando la palabra admitida entre personas íntimas.

L. Sila, cuando gobernaba Roma, elevó a Pompeyo (después llamado el Grande) a esa altura de la que Pompeyo se jactaba en sobrepasar al propio Sila; pues cuando él dio el consulado a un amigo suyo, contra el propósito de Sila, y Sila se resintió un tanto de esa acción y empezó a hablar fuerte, Pompeyo se volvió a él y, en efecto, le prometió callarse; porque la mayoría de los hombres adoran más el sol levante que el poniente. Con Julio César, Décimo Bruto obtuvo tal interés que le nombró en su testamento heredero después de su sobrino; y ése fue el hombre que tuvo con él suficiente poder como para mandarle a la muerte; pues cuando César iba a disolver el senado, en vista de ciertos malos presagios y, en especial, un sueño de Calpurnia, ese hombre lo levantó gravemente de la silla por un brazo diciéndole que espera que no disolviese el senado hasta que su esposa tuviera un sueño mejor; y parece que su favor fue tan grande que Antonio, en una carta que se cita literalmente en una de las Filípicas de Cicerón, le llama “venefica” (hechicera), como si hubiese encantado a César. Augusto elevó a Agripa (aunque era humilde de origen) a tal altura que, cuando consultó con Mecenas acerca del matrimonio de su hija Julia, Mecenas se tomó la libertad de decirle que tenía que casar a su hija con Agripa o quitarle la vida; no quedaba otro camino, ya que le había elevado tanto. Con Tiberio César, Seyano ascendió a tal altura que a ambos se les llamaba y saludaba como a un par de amigos. Tiberio le dice en una carta: “Debido a nuestra amistad no te oculté eso”. Y el senado dedicó un altar a la Amistad, como a una diosa, en honor al gran vínculo amistoso entre ellos. Lo mismo, o más, ocurrió entre Septimio Severo y Plautiano, pues obligó a su hijo mayor a casarse con la hija de Plautiano y contuvo con frecuencia a Plautiano de que ofendiera a su hijo; y también escribió al Senado una carta en estos términos: Quiero tanto a este hombre que deseo que me sobreviva. Ahora bien, si esos príncipes hubieran sido como un Trajano o un Marco Aurelio, se podría haber pensado que eso procedería de una gran bondad natural; pero siendo hombres tan sabios, de tal capacidad y severidad mentales y tan extremado amor propio, como todos lo fueron, que eso prueba más claramente que encontraron su propia felicidad (aunque en la medida que pueden alcanzar los seres mortales), pero que era sólo una mitad salvo que pudieran completarla con otra mitad por medio de un amigo; y lo que es más, eran príncipes que tenían esposa, hijos, sobrinos, sin embargo, ninguno de éstos pudo colmar la medida de la amistad.

No debe olvidarse lo que Comines dice de su primer señor el duque Carlos el Temerario, es decir, que no comunicaba a nadie sus secretos, y mucho menos aquellos secretos que más le preocupaban. Luego continúa y dice que hacia sus últimos tiempos esa taciturnidad le alteró y le hizo perder un poco la razón. Seguramente, Comines también hubiera hecho el mismo comentario, si hubiera querido, de su segundo señor, Luis XI, cuya taciturnidad fue en verdad su tormento. La parábola de Pitágoras es oscura, pero cierta: Cor ne edito (No te comas el corazón). En verdad, si se le diera a la frase un sentido terrible, los que desean amigos para explayarse con ellos, son caníbales de sus propios corazones; pero hay una cosa más admirable (con la cual concluiré este primer fruto de la amistad) y es que esa comunicación de la propia intimidad a un amigo produce dos efectos contrarios, pues redobla las alegrías y divide las penas; porque no hay nadie que al compartir sus alegrías con su amigo, no disfrute más con eso; y ninguno que comparta sus penas con su amigo que no se sienta aliviado de ellas. Así es que, en verdad, el efecto sobre la mente de un hombre es de tal virtud como los alquimistas acostumbran atribuir a su piedra para el cuerpo humano, que produce todos los efectos contrarios, pero en beneficio y para bien de la naturaleza. Pero aún, sin buscar la ayuda de los alquimistas, hay un ejemplo manifiesto de eso en el desarrollo ordinario de la naturaleza; pues la unión de los cuerpos fortalece y mina toda acción natural; y por otra parte debilita y oscurece toda impresión violenta; y lo mismo ocurre en las mentes.

El segundo fruto de la amistad es saludable y único para el entendimiento, como el primero lo es para el sentimiento; porque la amistad da claridad al sentimiento en sus tormentas y tempestades pero arroja luz meridiana en el entendimiento sacándolo de la oscuridad y confusión de los pensamientos. Tampoco debe entenderse sólo que es el consejo sincero lo que se recibe de un amigo; sino que antes de llegar a eso, es cierto que quienquiera que tenga la mente abarrotada de pensamientos, su ingenio y entendimiento se aclararán y aliviarán comunicándolos y tratándolos con otro; se librará de ellos más fácilmente; los dominará con mayor orden; verá lo que parecen al expresarlos en palabras; finalmente, se sentirá más sabio; y eso con una hora de conversación más que con un día de meditación. Dijo Temístocles al rey de Persia: “Que el habla era como tapiz de Arras abierto y extendido en el que las imágenes se muestran en figuras, mientras que en los pensamientos yacen como empaquetados.” Tampoco este segundo fruto de la amistad, al abrir el entendimiento, se restringe sólo a esos amigos capaces de dar un consejo humano (que son los mejores) sino aun sin que ese hombre se conozca y saque a relucir sus pensamientos y afile su ingenio como en una piedra de amolar, ya que por sí mismos no tienen filo. En una palabra, mejor es que un hombre se dirija a una pintura o una estatua, que soportar que sus pensamientos se asfixien.

Agreguemos, para completar este segundo fruto de la amistad, ese otro punto que está más abierto y paso, sin que el vulgo lo observe, y que es el fiel consejo de un amigo. Heráclito dijo acertadamente en uno de sus enigmas: “La luz seca siempre es la mejor”; y, en verdad, que la luz que un hombre recibe del consejo de otro es más seca y pura que la proveniente de su propio entendimiento y juicio, los cuales siempre están sumidos y empapados en sus afectos y hábitos. Así es que hay tanta diferencia entre el consejo que da un amigo y el que un hombre se da a sí mismo como entre el consejo de un amigo y el de un adulador; pues no hay mayor adulador que la propia conciencia, y no hay mejor remedio contra la autoadulación que la libertad de un amigo. El consejo es de dos tipos: el uno se refiere a las costumbres, y el otro a los negocios; en cuanto al primero, el mejor recurso para mantener el espíritu en plena salud es la sincera admonición de un amigo. La voz de la conciencia para que demos cuenta estricta es una medicina que resulta a veces demasiado punzante y corrosiva; la lectura de buenos libros de moral es un poco simple y mortecina; observar nuestras faltas en los demás resulta muchas veces inapropiado para nuestro caso; pero la mejor receta (digo la más eficaz y la mejor de tomar) es la admonición de un amigo. Es cosa extraña ver qué grandes errores y extremados absurdos cometen muchos ( especialmente los de mayor grandeza) por carecer de un amigo que los advierta, con daño grande tanto en la fama como de su fortuna; como dice Santiago, son como quien “contempla en un espejo su rostro, inmediatamente se va y al instante se olvida de cómo era”. En cuanto a los negocios, una persona puede pensar, si lo desea, que dos ojos no ven más que uno; o que un jugador siempre ve más que un observador; o que un hombre encolerizado se mantiene tan prudente como el que ha recitado antes las veinticuatro letras; o que se puede disparar un mosquete lo mismo apoyándolo en el brazo o en algo firme; y otras imaginaciones insensatas y remontadas que pueda pensar enteramente por su cuenta; pero cuando todo está hecho, la ayuda de un buen consejo es tal que endereza los negocios. Y si alguien piensa que tomará consejo, pero que será en partes, pidiendo consejo sobre un asunto a un hombre y sobre otro asunto a otro hombre bien está (es decir, mejor es que no pedir consejo alguno); pero corre dos peligros: uno, que no sea sinceramente aconsejado; pues es cosa rara, excepto que procede de un amigo perfecto y completo, recibir consejo que no esté inclinado y torcido hacia ciertos fines que tenga el que lo da; el otro peligro es que tendrá el consejo, dañoso e inseguro (aunque con buena intención) y mezclado, en parte, de desprecio, y en parte, de remedio; si llamaras a un médico que crees es bueno para curar la enfermedad que te aqueja, pero que no tiene conocimiento previo de tu cuerpo puede, por tanto, ponerte en camino de curar tu enfermedad presente, pero arruinarte la salud en otro aspecto, con lo cual cura la enfermedad pero mata al paciente. Mas un amigo, perfectamente conocedor de la situación de una persona se dará cuenta, favoreciendo el negocio presente, cómo tendrá que evitar otros inconvenientes. Por tanto, no te apoyes en consejos desperdigados, más bien te distraerán y desorientarán, que aposentarte y dirigirte.

Después de esos nobles frutos de la amistad (paz en los afectos y ayuda en el juicio), sigue el último fruto, que es como la granada, pleno de granos; quiero decir ayuda y participación en todas las acciones y ocasiones. La mejor forma de representar la vida y multiforme uso de la amistad es tratar de ver cuántas cosas hay que un hombre no pueda hacer por sí mismo; entonces parecerá moderado el dicho de los antiguos: “que un amigo es otro yo”, pues un amigo es mucho más que eso. Los hombres tienen su época y mueren muchas veces con el deseo de algunas cosas que principalmente guardan en su corazón: la sucesión de un hijo, la conclusión de una obra, y cosas análogas. Si un hombre tiene un verdadero amigo, puede descansar casi seguro de que el cuidado de esas cosas continuarán después de él; con lo cual ese hombre tiene, como si dijéramos, dos vidas en sus deseos. El hombre tiene un cuerpo y ese cuerpo está confinado en un lugar; pero donde hay amistad, todas las ocupaciones de la vida, como si dijéramos, le están permitidas, a él y a su sustituto, porque puede ejercerlas mediante su amigo. ¿Cuántas cosas hay que el hombre no puede hacer o decir por sí mismo con cierta apariencia o belleza? El hombre apenas puede alegar sus propios méritos con modestia, mucho menos alabarse de ellos; no puede a veces ponerse a suplicar o mendigar y otras muchas cosas semejantes; pues todas esas cosas son gratas en la boca de un amigo pero serían vergonzosas en la propia. Así es que, insistimos, la persona humana tiene muchas relaciones privadas de las que no puede prescindir. No puede hablar a su hijo a no ser como padre; a su mujer, como esposo; a su enemigo a no ser en una tregua; mientras que un amigo puede hablar según lo requiera el caso y no como corresponda a la persona. Pero enumerar esas cosas sería interminable. He dado la norma según la cual un hombre no puede desempeñar con propiedad su papel; si no tiene un amigo, puede retirarse de la escena.

(les aconsejo disponer de 110 minutos de vuestra vida y ver esto:

http://www.youtube.com/watch?v=SZFrCjco7Nw)

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Esta entrada fue publicada en 20 julio, 2014 por en Filosofía y etiquetada con .
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