Marta recibiendo una distinción del Intendente de Mar del Plata
Cuando ingresé en 1965 al primer grado inferior del Instituto Peralta Ramos en Mar del Plata, tenía 5 años y casi no había pisado el jardín de infantes. Me resultaba extraño no estar en mi casita, jugando como siempre. Recuerdo perfectamente el primer día de clases, sentadito junto con otras víctimas, cada uno en su banquito de madera individual, y los padres tratando de mirar lo más posible a sus hijos, en una competencia de pararse en puntitas de pie y esquivar cabezas para poder ver.
La persona de guardapolvo blanco parada delante de nosotros lucía claramente especial: nuestro guardapolvo era gris y era la única mujer del aula, encima adulta. Su cara era seria, un poco adusta, y no me inspiró confianza. Creo que lagrimeé cuando mi mamá se fue. Me consolé viendo cómo otros chicos lloraban a chorros.
Comenzaron a transcurrir las jornadas de clase, cada una, una aventura. Siempre a la expectativa: ¿qué pasará hoy? Todo eso de escribir y dibujar no me gustaba mucho. Me costó muchísimo aprender a usar el lápiz y la lapicera con pluma cucharita, y a dibujar no aprendí nunca. Para mí las clases no eran divertidas; estaba siempre a la defensiva porque no entendía bien qué iba a venir después. No entendía bien por qué yo estaba ahí y no en mi casa.
Pero hubo un hecho que me condujo a romper esa barrera de desconfianza que yo sentía que el ambiente de colegio y mi maestra me insuflaban.
En cierta ocasión, me parece recordar que fue hacia mayo, de tanto escribir y borrar el número 8, cuyas pancitas no me salían y no me salían[1], produje un agujero en la hoja del cuadernito apaisado de tapas duras. Me quedé paralizado. Sentí que me echarían del colegio, o algo así. Entonces se me apareció una idea salvadora. La ejecuté y cuando llegó la hora de entregar el cuadernito para su corrección, pensé que efectivamente estaba salvado.
Una estentórea carcajada sonó a la media hora, y la maestra exclamó: “¡Pero Mariiito!”. Había descubierto mi truco: yo había tapado el agujerito de la hoja con un bollito de papel higiénico, el que nunca faltaba del bolsillo izquierdo de mi guardapolvo (el derecho era para el pañuelito de tela). Pensé que el bollito se iba a comprimir al cerrar el cuaderno y que mi error pasaría desapercibido. Pero el bollito se expandió al abrir el cuadernito y el agujero había quedado al descubierto.
Percibí sin duda una reacción tierna hacia mí, de mi maestra a quien yo consideraba, y considero, bastante severa. Fue esa comprensión expresa lo que me hizo comenzar a confiar en ella. No hablo de confianza técnica, en sus capacidades o autoridad, sino de una confianza de corazón a corazón.
Fue a través de ese agujerito por donde ingresé al corazón de Marta, y ella al mío; al menos así yo lo sentí. A partir de entonces tuve más confianza en mis posibilidades de desarrollo, porque yo venía sintiéndome rezagado en relación a mis compañeros, casi todos bien mayores a mí y varios habiéndose entrenado previamente en jardines de infantes y hasta con sus madres maestras.
Esa construcción de autoconfianza hizo su máxima eclosión, cuando a fin de año me fue otorgado el 3er premio de mérito, que era más bien un premio al esfuerzo: la medalla de bronce.
Marta Petrarca no es solamente la persona que me enseñó a leer y escribir. Es, por sobre todo, la persona que me enseñó a confiar en el desarrollo de mis capacidades, abonadas con esfuerzo. Es la docente que me dio cuerda; que me puso en funcionamiento.
Por entonces yo ni sospechaba que ese empuje y esa dedicación concentrada a su tarea provenía de que había criado desde sus 13 años a sus hermanitos, cuando falleció su madre, y su padre periodista, siempre muy ocupado, la dejaba a cargo.
Al pasar a primer grado superior, uno siente como que se levanta un muro invisible con el grado anterior, y si bien la tenía a Marta ahí nomás, en todos los recreos en el patio del colegio, nunca se me ocurrió volver a tomar contacto con ella. En algún momento, simplemente desapareció del colegio. Y si bien nunca olvidé lo que hizo por nosotros, todo contacto material desapareció por años.
Hasta que en diciembre 1976, buscando un lugar para preparar el ingreso a la Universidad de Mar del Plata, terminé concurriendo a un pequeño instituto preparatorio, el IDRA, que comandaban Marta y su esposo Román Gonzalez. A Román lo había visto en mi colegio, pero en los recreos, porque él enseñaba en séptimo grado y me era ajeno. En 1976 Marta era aún más concentrada y adusta que la que yo había conocido, y hasta pensé que tal vez estuviera enojada conmigo por no haber mantenido una interacción con ella. Pero no era eso.
Años más tarde tomé conocimiento que los González eran por entonces objeto de persecución política, a la que se habían hecho acreedores simplemente por ser libre pensadores. Los remito al libro de Carlos Balmaceda, Sinfonía para un maestro[2], donde se relata con cálida calidad toda esa historia, que no voy a repetir aquí.
El curso de ingreso fue tan bueno, que varios de los primeros puestos de toda Mar del Plata los ocupamos alumnos del IDRA. Era la primera vez en años que se había instaurado el examen de ingreso eliminatorio, y el esfuerzo por parte de docentes preparatorios y de alumnos había sido doble, ya que no existían antecedentes para guiarse. Había que estudiar a full todo. Casi sufro surmenage. Jamás estudié tanto ni tan seriamente en toda mi vida. De las 7 de la mañana a las 11 de las noche.
Al ingresar a la Universidad se levantó una nueva pared invisible, agigantada cuando encima pedí mi pase a la Universidad de Buenos Aires.
Pero hace unos 15 años fue Marta quien me localizó y tuvimos una reunión por un asunto vinculado a mi profesión de economista. Y allí sí, ya retomamos el vínculo, refundado; y no hubo más paredes invisibles.
El transcurso del tiempo y las experiencias que en él se fueron dando, me hicieron valorizar cada vez más a Marta y a Román, quien fue mi profesor de Comprensión de Textos en el IDRA. Yo había pensado en mi niñez que los centros de educación estarían repletos de personajes así, que cumplían con su tarea educadora de manera dedicada, porque en definitiva es lo que tenían que hacer. Hoy me sobran los dedos para contar a mis Maestros efectivos; esos que me modificaron no tanto por lo que me enseñaron como contenido, sino por lo que me enseñaron como método. Fueron esas enseñanzas metodológicas, tanto intelectuales como morales, las que me permitieron seguir desarrollándome por mí mismo.
Marta es entonces, luego de mi mamá y de una vecina 14 años mayor que yo que se entretenía jugando conmigo a la mamá, mi primera Maestra. La que me enseñó a leer, a escribir, a ser persona.
Por eso es con gran emoción que plasmo en escritura estos recuerdos, para compartirlos en ocasión del cumpleaños 80 de Marta, que fue el 28 de marzo pasado y que se celebrará el 26 de abril próximo.
Hoy con Marta compartimos además nuestro infinito amor por la música en general. ¿Algún amor genuino no es infinito? Y si bien Román no está ya en este mundo, lo tengo presente cuando veo, iniciando mi vasta biblioteca filosófica, el módico volumen de Johan Hessen, Teoría del Conocimiento, que me impulsó a recorrer seriamente el camino de la filosofía, allá en el IDRA.
Marta, para mí tu aniversario de nacimiento no es tan importante porque siento que sos eterna; que estarás siempre con nosotros. Lo que yo festejo en esta ocasión, son los casi 50 años que hace que fuiste mi maestra, gracias a lo cual, para bien y para mal, contribuiste a que sea el que soy.
Dado que Marta y Román además fundaron un colegio, estimo en 5.000 las personas que fueron modificadas positivamente por Marta, cara a cara, y que ya escribieron en su corazón cartas semejantes a ésta. Porque ésta es mi carta a Marta en esta ocasión tan irrepetible. Donde le devuelvo, utilizando las letras y las sílabas que ella me enseñó, un poquito de su trabajo.
Con amor y gratitud,
Marito.
[1] Aún hoy no me salen bien. Es un número que escribo y a veces ni yo entiendo si escribí 8 ó 6.
[2] Debería llamarse Sinfonía para dos maestros. Carlos, todavía estás a tiempo para adecuar el título. http://www.reun.com.ar/libro.php?id=1532. Ver también http://www.lanacion.com.ar/1582696-la-siembra-de-dos-maestros