De niños no planificábamos nada; vivíamos cada momento. Es en la escuela donde aprendimos, con esfuerzo, a calcular. Y a dimensionar el tiempo en lapsos, cuando nos enseñaron “la hora”.
Hacia los 16 años nos imaginamos còmo “ser grandes”: desenvolvernos en qué actividades; en qué ambientes; conocer qué lugares. Fuimos construyendo mentalmente un camino de ilusiones que nos condujeran hacia los 35 años.
Seguimos creciendo, manteniendo más o menos fijo ese horizonte de 20 años hacia adelante; lo fuimos “rolando” y realimentando con nuestras experiencias y nuevas aspiraciones. A los 25años, con un bajage de conocimientos específicos recién adquiridos, nos reproyectamos hacia los 40. A los 40, con un bagaje de experiencias técnicas y humanas, nos impulsamos hacia los 60.
El ANSES nos informó desde siempre que a los 65 años deberìamos abandonar nuestro puesto de trabajo, y el INDEC de que la esperanza de vida para un varón porteño es de 75 años. Pero recién al llegar a los 55 años tomamos verdadera conciencia de dicha información, porque la estructura del problema del planeamiento vital cambia completamente. Al prolongar nuestros planes según la regla de los 20 años de horizonte fijo, empezamos a darnos cuenta que nos salirnos del mapa vital. Esa inercia planificadora, que nos acompaña desde los 16 años, deviene ahora un hábito desubicado. Muchos no llegan a darse cuenta de esta inconsistencia sino hasta su jubilación, y continúan proyectando a 20 años, como si fueran eternos.
Pero las señales que fueron apareciendo recientemente en el camino están ahí. Compañeros de trabajo se jubilan cuando menos lo esperábamos. Personas que nos parecían de 50 y pico, de golpe cumplen 65 y desaparecen del mapa laboral. Esto llama la atención sobre nuestro propio caso, y caemos en la cuenta, que eso, dentro de 10 años, nos sucederá a nosotros. Algo que siempre habíamos considerado remoto; ajeno.
También comenzamos a detectar que mueren cada vez más personas directa o indirectamente conocidas, y así, otro asunto que nos resultaba abstracto, se va volviendo concreto. En los últimos 6 meses tomé noticia de la muerte de 6 personas conocidas: dos de 73 años (músicos), otra de 63, dos de 40 y pico y otra de 34 años. A la de 63 la había encontrado a principios de diciembre 2013 en la puerta de un hotel, al que me manifestó que concurría muy contento casi diariamente para “comprar salud”, pues practicaba allí natación y gimnasia. Combinamos un encuentro para fines de ese mes con otra persona, y el día de la cita no aparecieron. En febrero me llamó esa otra persona para disculparse y decirme que nuestro común conocido había fallecido de un síncope en la susodicha pileta ese día de la fallida entrevista. Por su parte, el camionero de 34 años, que había recibido circunstancialmente el 2014 en mi casa, discutiendo conmigo vehementemente sobre una pavada, falleció anoche luego de agonizar 5 días, el cráneo destrozado por un accidente vial, habiendo chocado con una moto, cuyo conductor feneció antes que él.
También son despertadores los casos de quienes ingresaron al quirófano para someterse a una operación menor, y terminaron en terapia intensiva, al borde de la muerte. O quienes sufrieron infartos y ahora disfrutan de su stent; o varios.
Todas estas eventualidades me eran prácticamente desconocidas hace 4 años, y de golpe comenzaron a hacer eclosión en mi vida diaria. Comenzaron a rodearla.
Tomar conciencia de que mantener fijo el horizonte temporal de 20 años deja de ser razonable, pues no se condice con nuestras expectativas probables, plantea la cuestión de cómo reformularlo.
Están los que se autoconvencen de que a partir de los 55, no es razonable hacer planes de ningún tipo, y simplemente hay que vivir el día a día. Su lema es: “¡Basta de planes!”
Están quienes consideran muy peligroso el recurso anterior, pues temen que los invada una anomia que los desintegre moralmente, quitándoles la razón de su vida. Como quien deja de pedalear la bicicleta y se cae. Por eso, prefieren continuar metodológicamente usando un horizonte de planeamiento de 20 años, hasta que la muerte los separe de este mundo, bajo el lema: “Vivamos entretenidos con planes de largo plazo”.
Estos extremos no lucen razonables. Si mi esperanza máxima de vida es 20 años, no puedo planear a dicho lapso como si fuera certero, porque ya no lo es. Tal vez no lo fue nunca. Si fuésemos completamente racionales, este proceso debería haber comenzado paulatinamente antes. Pero la inconsistencia temporal se hace presente recién en torno a los 55 años, cuando aparece sobre la mesa la evidencia contundente de jubilados recientes y de muertos conocidos.
Así como una cartera de inversión se calza con el plazo en que se la quiere recuperar, a partir de los 55, a más tardar, es preciso acortar el plazo promedio de nuestros proyectos personales, armándonos una cartera de proyectos que en promedio no supere un año hacia adelante. Lo cual significa mezclar proyectos a 5 años (escribir un libro) con proyectos a 24 horas (tomar una copa con un amigo). A medida que sigamos envejeciendo camino al fin, debemos ir rebalanceando la mezcla, agregando proporcionalmente más proyectos de realización inmediata y disminuyendo los más remotos.
Quienes interpreten este proceder como un escapismo, una renuncia a la racionalidad, un “tirar la chancleta, que chocan los planetas”, se equivoca. Se trata de mantener la misma racionalidad que demostramos a los 16 años, pero adaptándola a las nuevas circunstancias, para defender el planeamiento racional, formulando planes que tengan baja probabilidad de fracasar o no cumplirse. Así como de jóvenes planeamos para llevar esos planes a la práctica, porque teníamos una expectativa razonable de que había tiempo, ahora debemos hacer lo mismo, pero con el tiempo del que ahora disponemos, considerando que si los extendemos más allá de nuestro horizonte probable, serán planes sin sentido. Planes abortados.
Este proceder no nos perjudicará si vivimos más de los esperado, porque continuaremos haciendo planes cortos. En lugar de poner el plazo fijo a 20 años lo ponemos a 1; renovable, eventualmente. En el lenguaje de los financistas: envejecer más allá de los 55 años nos obliga a disminuir la duration de nuestros proyectos de vida, para aumentar la probabilidad de verlos efectivamente realizados.
Y cuando el último lote de nuestros proyectos termine inconcluso, abortado por nuestra muerte, el fracaso no será tan grande, pues no había años y años pendientes, involucrados en esos planes. Ni vivir sólo el hoy ni seguir planeando como ayer.
Disfrutemos alegremente, realistamente, nuestros últimos planes. Los que intentaremos cumplir con la misma voracidad con que intentamos cumplir nuestros sueños de adolescentes. Ni anómicos, ni ilusos. Sencillamente, viejitos racionales.
Después de todo se trata de vivir el último cuarto de nuestra existencia: 7.300 días[1]. Llegó el momento de festejar nuestros cumpledías.
[1] Mientras escribì este artículo, ya se fue uno.