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El blog de Mario Morando

Pseudo-intimidad con mozos, taxistas, peluqueros, políticos (crónica analítica de la soledad cotidiana)

No está claro cuál es el servicio más valorado que prestan: si el propio de su oficio o el de su complicidad para simular comunicación humana en medio de la jungla de cemento. A los solos, ya sean solos de soledad circunstancial o estructural (es finalmente lo mismo, porque quien se siente circunstancialmente solo cuando está solo es porque siempre lo está).

La escena está más que vista: un comensal solitario entabla conversación prosaica con el atento mozo, quien contribuye al intercambio con el mismo artificial interés con que espera sonriente que su cliente cate el vino. No sólo no tiene más remedio sino que esperan mejorar la propina (excepto los marcadamente parcos, que con su digna parquedad es como si dijeran: “yo, este servicio de acompañante no lo presto”).

También hay comensales que concurren acompañados y gustan de demostrar a su partenaire la familiaridad que mantienen con el garçon. Quiere evidenciar que es apreciado como cliente, ya sea por sus condiciones intrínsecas (“soy un cliente especial”) o por las propinas que deja (“soy un cliente respetado”), o simplemente porque concurre asiduamente (“soy un cliente habitual; vengo a comer seguido porque tengo plata”). También podría tratarse de simple aburrimiento con su compañero de mesa. O todo combinado.

Con el taxista la relación es más extrema. O se lo ignora olímpicamente, o se conversa todo el viaje (si el taxista quiere). También está el taxista inquisidor, que no realiza aseveraciones de intercambio sino más bien interroga a su interlocutor aprovechando la locuacidad de éste; de esa manera mantiene una distancia que informa que su servicio se limita al de conducir el auto, y su participación en la conversación es al solo efecto de examinar a su cliente pero desde arriba, sin establecer contacto de par.

Según me cuentan los taxistas, cuando yo charlo con ellos de la manera descripta en el párrafo anterior, los viajeros les llegan a confesar aspectos increíblemente íntimos de sus vidas: engaños, broncas, ilusiones. Recientemente, según relató la prensa escrita, hasta les han llegado a  confesar crímenes.

Existen dos profesiones especiales, con quienes también se tiende a conversar: el psicoanalista y el político. Comparten el rasgo de que quienes se les acercan buscan alivio a sus problemas, sabiendo que difícilmente lo encuentren. En el caso del primero, la paga es directa. En el caso del segundo, no. Sin embargo difieren notablemente en lo que entregan a cambio. El político, una montaña de palabras generales, que siente de buena fe que le da al ciudadano para alimentar su esperanza de un cambio posible, si bien eventual y futuro. A veces, también puestos de trabajo o dinero. El psicoanalista, en cambio, le devuelve al paciente su dinero convertido en silencio. Funciona como un espejo donde el analizado debe mirarse para ver la solución que ya está en él, sin saberlo. Es como si le ayudara a buscar algo que se le perdió al paciente en su propia casa. En ambos casos, psicología y política, no hay comunicación efectiva. Uno es una esfinge; el otro un puente, cuyo fin no llega a verse.

Máscaras

Máscaras

Si bien charlo generalmente in extenso con los taxistas, con afán de enterarme de algo que ellos, que circulan todo el día, conocen, y yo no, no me sucede lo mismo con el peluquero, pues soy calvo y la prestación es muy veloz. Sería como conversar con el colectivero mientras pago boleto. Con los mozos trato de caer mínimamente simpático, como para asegurarme la diligencia en la atención, la seguridad alimenticia de cada plato, y la corrección en la adición final. No converso con psicoanalistas ni políticos, excepto conmigo mismo.

No deja de ser triste ver la ilusión con que en general los clientes conversan con estos prestadores, pues denota un vacío que no han llenado sus supuestas amistades. Es cierto que, tal vez, toda la comunicación en esta vida sea un gran malentendido, y en definitiva esta tristeza sea minúscula comparada con el dramatismo de percibir equivalentes simulacros de comunicación entre novios, esposos, familiares o amigos.

La palabra es como el dinero: circula mucho y luce como que es algo, pero depende muchísimo de qué se está “comprando”. La comunicación es siempre un intercambio, la mayoría de las veces desigual, como sucede en la economía.

Pensándolo bien, tal vez los mozos, taxistas y peluqueros también se sientan solos; también, tal vez, los psicoanalistas y los políticos; y el simulacro de conversación, si bien no los nutre, les permita seguir realizando su prestación con resignado esmero. La vida social de los intercambios es infinitamente compleja y escapa a las deducciones ingeniosas del pensamiento abstracto, porque es básicamente emocional.

Hasta los artistas que actúan en público, la mayoría muy recatados en su comunicación personal porque se hallan subidos a un pedestal que se autoconstruyeron, sienten que se “comunican” con el público. Pero a esa comunicación general, impersonal, no persona a persona, le aplico la frase que escuché en una película magistral: “Todo tu público no vale una persona”. Los artistas no se comunican con nadie. Simplemente utilizan a su público para comunicarse con sí mismos, o les suministran elementos para que sigan encerrados en su soledad de manera más confortable.

¿Por qué limitar la denuncia de simulacro a estas situaciones? “Persona” significa “máscara” en griego. Toda relación social es en gran parte actuada; cada quien juega su rol. Y es muy difícil pasar más allá de la mecánica de la actuación de cada uno. Yo mismo, escribiendo este artículo, tal vez simplemente esté simulando un rol de escritor.

Qué mejor que concluir con Francisco García Giménez, letrista del tango Siga el corso:

¡Sacate el antifaz!

¡Te quiero conocer!

Mostrate como sos.

¡Detrás de tus desvíos

todo el año es carnaval!

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Esta entrada fue publicada en 1 febrero, 2014 por en Varios y etiquetada con .
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