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El blog de Mario Morando

Alberto Gorosito, el inolvidablemente mágico vendedor de vinilos

El tiempo no se detiene; vuela en su indiferencia; corre, salta endemoniado; no ansía retroceder.
Mas burla el disco su indiferencia; lo insta a quedarse allí… detenido… aprisionado; su magia, es sin igual.
Oscar Fernández Balsano

vinilos

Adquirí mi primer disco de vinilo en 1974, junto con mi primer salario a los 14 años. Eran los temas de las películas de James Bond, versión Franck Pourcel. Luego seguí a ritmo lento (uno por mes), excepto cuando descubrí una liquidación por cierre total hacia 1977 cerca de mi casa, cuando adquirí unos ¡diez! de golpe.

Al mudarme a Buenos Aires a estudiar en 1979, cesaron las adquisiciones por falta de dinero, de tiempo y de equipo reproductor.

En 1982, con el ingreso monetario de mi nuevo trabajo, volví a comprar, primero un equipo de música para escuchar los discos que tenía, y luego, discos nuevos. Hacia 1990 inventariaría unos cien discos, la mitad traídos de mi Mar del Plata natal, y otro tanto adquiridos aquí en Buenos Aires. Era mucho más que los 50 LP y otros tantos simples que habían atesorado mis padres, y con los cuales me autoacunara desde los 3 años, edad en la que mi papá me enseñó a colocarlos en el tocadiscos del combinado Admiral. Por ejemplo, el disco simple de Ray Conniff conteniendo Brasil y Bésame Mucho, debo haberlo escuchado más de dos mil veces (aún lo conservo, ¡y lo escucho!).

Hacia 1990 el compact disc había comenzado a barrer por completo al vinilo. Me resistía a incorporarlo a mis hábitos musicales, pues no sólo lo consideraba una traición a los vinilos con los que había compartido mi niñez, sino que en mi opinión auditiva sonaban francamente artificiales. No puede confundirse la falta de ruidito de fondo con la mejora de la sonoridad de cada instrumento (especialmente nefasto para la batería y el violín, no así para el piano), como no puede confundirse la falta de arrugas de una mujer entrada en años gracias a la cirugía con la belleza en estado puro, aun con arrugas.

Sin embargo, hacia 1994, mi primer viaje a Nueva York me indujo a munirme de ciertos CD inhallables en versión vinilo, por otra parte ya en desaparición en general. El primero que adquirí fue uno de versiones raras de Lester Young con uno de sus tríos.

Hacia 1995 ya me había ido acostumbrando a prescindir del vinilo y a confiar en el CD, que después de todo se dejaba escuchar y era lo que estaba en venta. Por eso fue toda una sorpresa descubrir por entonces que en el Parque Rivadavia había un par de puestos que vendían vinilos usados. Uno de ellos vendía no sólo cualquier cosa, sino en cualquier estado. El otro, el puesto de Alberto, vendía buena música en estado increíble, muchos de los vinilos literalmente sin uso.

Siempre fue un misterio conocer la fuente de su provisión. Me llegó a contar que las fuentes eran múltiples y sorpresivamente variadas: viudas y huérfanos, que raudamente salían a desprenderse por necesidad (y tal vez hasta con resentimiento) de esos objetos con que el difunto los había torturado durante años; una madre despechada con su hijo emigrado en EE.UU., coleccionista febril de vinilos nuevos, que nunca la llamaba pero a quien le había dejado varios muebles de su departamento repleto de vinilos sin abrir, conteniendo joyas tales como la colección completa de la obra de Francis Albert Sinatra; y hasta su propia colección, porque de joven Alberto había “ahorrado” en discos junto con su hermano, apostando a la revalorización de los mismos por escasez de ciertas versiones no reeditables. No contaba con la devaluación persistente de los términos del intercambio musical, dado el deterioro de la calidad de la creación musical misma y de su consumo.

Cuando lo vi por primera vez me pareció un limitado comerciante, que traficaba vinilos como quien vende muñequitos de colección o videos (que también lo hacía). Yo concurría un par de veces por año para nutrirme de nuevos discos. En su negocio descubrí que también funcionaba la regla recíproca: en vinilos conseguía discos impensables de encontrar en CD. Y a medida que lo fui consultando, fui vislumbrando que detrás de Alberto había mucha sabiduría musical; que no sólo conocía una “torta” sobre discos y música, sino que todo su negocio era una fachada para poder vivir de lo que era su pasión: la música y los discos que permiten acceder a ella.

Comencé comprando de a un par de docenas, para terminar comprando de a cientos, a medida que mi confianza en el estado de los “especímenes” crecía hasta el infinito.

Pero la transacción que me franqueó las puertas de su amistad fue una antológica, de película. Hacia el 2002 le dije que había algunos discos que nunca había podido hallar ni siquiera en Tower Records de Nueva York ni en Amoeba Music de San Francisco. Me pidió que le diera un ejemplo. Entonces le espeté un disco que jamás había visto, sino escuchado en radio cuando yo tenía unos 14 años (1973) y que contenía como insignia «Todo Puede Convertirse en Rosas» en la versión de Count Basie. Me dijo: “Volvé el fin de semana que viene”.

Cuál no sería mi sorpresa al encontrar el disco original, importado y encelofanado, virgen. Como si lo hubiera fabricado para mí. Les repito: ningún vendedor en las grandes tiendas del planeta dedicadas a coleccionistas había ni amagado a encontrarlo.

Desde entonces consideré a Alberto mi amigo (¿está de más decir que me regaló el disco?), unidos por esta pasión por la buena música popular en todos sus géneros,1 y por el vinilo, que majestuosamente permite apreciarla, a diferencia de la latosidad del CD.2

Para mí, el programa de concurrir al Parque Rivadavia para aumentar mi colección y charlar con Alberto se constituyó en el equivalente de lo que para un niño es concurrir periódicamente a Disney en Orlando.

Durante esos quince años, mi dotación inicial de 100 LP pasó a representar sólo una fracción de lo que Alberto me permitió incorporar. Por eso, ahora que Alberto pasó a ser recuerdo acribillado estomacalmente por algún tipo de cáncer, vive sempiterno en mi discoteca (y, me imagino, en la de tantos otros). Donde cada vez que desfundo un vinilo y lo coloco en la bandeja para que haga su magia, le agradezco a Alberto el haber sido vehículo para que ese milagro de escuchar grabaciones de hasta cien años atrás sea posible. Y siento que en realidad él está presente, escuchando el vinilo conmigo. Merecidamente.

Espero que mis hijos sean tan respetuosos de mi discoteca, como su esposa e hijos (Abel y su hermana) lo han sido del oficio sagrado de Alberto.3 Espero que ahora estos últimos me ayuden a seguir haciendo crecer mi mundo musical. Y el de todos nosotros.

Gracias, querido Alberto. Estoy seguro de que volveremos a encontrarnos en una de esas pitucas disquerías de la década del ’70, con sus bateas en diagonal; y seguiremos buceando en los catálogos de nuestros ídolos musicales (ya sean compositores o instrumentistas) hasta el infinito y más allá. Y compartiendo sus vinilos. Porque sólo la música es el idioma del espíritu.

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1 En realidad, la cultura de Alberto era más amplia que la mía, porque incluía el rock en todas sus formas, así como la mía lo excluye.
2 No descarto en esta pasión por el vinilo, alguna connotación sexual a la hora de colocar el disco en la bandeja.
3 Alberto me comentaba que salvó varias colecciones de ir a parar a un container de basura, prestándole así un modesto servicio a la ecología, pero uno enorme a la cultura.

2 comentarios el “Alberto Gorosito, el inolvidablemente mágico vendedor de vinilos

  1. diego virgilio
    4 diciembre, 2015

    Hola, Muy bella nota. Tuve la oportunidad de conocer a Alberto y bastante, desde el ´99 hasta su fallecimiento. Yo también era uno de los que se nutrían de su puesto con jazz y cantantes americanos. Aunque lo mejor, hasta el 2002, lo conseguía los días domingos por la mañana en la feria que se armaba en el monumento.
    Confieso que me dejo sorprendido tu amistad con Alberto, Gratamente por cierto. Yo no tuve esa suerte, a pesar de comprarle sistemáticamente todos los fines de semana y durante la semana también. Los amigos que solíamos ser sus compradores habituales y que lo conocíamos bastante adheríamos a la misma opinión. Por todo esto, celebro tu amistad con Alberto y seguramente nosotros no supimos comprenderlo y ahora ya es tarde para excusas.

    Cordiales Saludos

    • Mario Morando
      16 diciembre, 2015

      Diego, para Alberto el que fueras un comprador habitual ya era un gran signo. No es tarde, porque fuiste su amigo sin saberlo.

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Esta entrada fue publicada en 4 enero, 2012 por en Homenajes, Música y etiquetada con , .