¿Qué puede ser peor que una crisis económica hiperdepresiva? Una crisis económica hiperdepresiva sin moraleja práctica, como la que actualmente vivimos. Repasemos los diferentes enfoques.
1. Desmanejo fiscal: el déficit fiscal arruinó la convertibilidad. Bastaba subir los impuestos o moderar el gasto público para evitarlo. La prima de riesgo país se hubiera ubicado en valores sustentables, y el ciclo virtuoso de la inversión hubiera seguido su curso.
2. Deterioro del dinamismo exportador: el tipo de cambio nominal fijo fue el culpable. La devaluación del euro y del real brasileño deterioraron fuertemente el tipo de cambio efectivo real desde 1998, instalando así gran incertidumbre sobre el repago de la deuda en moneda extranjera, al compás del amesetamiento de las exportaciones y el crecimiento vegetativo de la deuda externa por capitalización de intereses crecientes.
3) Deterioro del ambiente financiero internacional: la Argentina era un barquito de papel impulsado por un mar de liquidez mundial, mientras ésta abundó. Pero después de las crisis asiática, rusa y brasileña, de la caída de la Bolsa esladounidense y del consiguiente repliegue de los capitales hacía sus países de origen, nada podía retraerlos.
Ricardo Haussman y Andrés Velasco («Hard money’s soft underbelly: underslanding the Argentine crisis», Harvard University, julio/02) relativizan 1, pues estiman que el resultado fiscal primario fue, en promedio, aceptable. Fueron la reforma del sistema previsional y el reconocimiento de deudas antiguas con los jubilados y proveedores del Estado a través de la emisión de deuda cotizable, los que saturaron el mercado crediticio. De haberse recurrido al ajuste fiscal para tratar de revertir la situación de los últimos dos años, no se hubiera mejorado la solvencia global, dado el racionamiento de crédito existente en los mercados internacionales (como consecuencia de 3), pues la baja de gasto público (en caso de haber resultado factible) hubiera dado lugar a aumento de demanda privada, que igualmente hubiera requerido de crédito externo.
Afirman que combatir 2 con devaluación sin pesificación, tampoco hubiera resultado, pues el empeoramiento de la carga financiera en moneda extranjera habría sobrepasado la ganancia por mejora de la cuenta corriente. Y en cuanto a la posibilidad de combatir 3 con la dolarización, citan las experiencias no exitosas de Panamá y Ecuador, pues la amenaza de default no queda atenuada, pues si la retracción del financiamiento se origina en una percepción de insolvencia intertemporal vinculada a la alta relación deuda externa/exportaciones, la dolarización no tiene, obviamente, ninguna importancia para tal ratio.
Concluyen que la crisis fue el resultado de la conjunción de 2 y 3, más la falta de flexibilidad que ocasionaron: a) un esquema previo de crecimiento basado en el uso desaforado de la capacidad de endeudamiento, sin dejar reservas de crédito para utilizar en la época de vacas flacas y b) la dolarización del crédito que impidió la posibilidad del ajuste nominal de los stocks monetarios mediante una devaluación, dejando ambos un nulo margen de maniobra para políticas correctivas internas cuando los parámetros exógenos se tornaran desfavorables. En síntesis, la moraleja es del tipo de la que surge de la historia de la cigarra y la hormiga, versión con crédito dolarizado.
Por su parte, Guillermo Perry y Luis Serven (The Anatomy of a Multiple Crisis, World Bank, mayo/02) estiman que el déficit fiscal, medido computando el retraso cambiario y la capacidad intertemporal de pago, fue de magnitud considerable durante toda la década. En cambio relativizan 3, estableciendo que la Argentina no fue afectada más que otras repúblicas latinoamericanas por la evolución de sus términos de intercambio, ni por el incremento de los spreads y el consiguiente repliegue de los capitales que siguieron a la crisis rusa, ni por la desaceleración de las economías americana y mundial desde 2001. Así, Haussmann y Perry difieren en la importancia de 1 y 3, pero no en la de 2.
4) Enrarecimiento del clima político interno: hay quienes sostienen que los aspectos económicos fueron sólo el epifenómeno, pues lo económico sigue a lo político. Que fue el episodio de la denuncia de las coimas en el Senado, la renuncia del Vicepresidente y su catarata de consecuencias nefastas los que paralizaron las decisiones de inversión por falta de liderazgo, conduciendo al callejón sin salida final. Y que de existir ese liderazgo podría haberse alterado todo el curso de los acontecimientos, aun frente a las mismas variables macro. Descreo de este privilegio del voluntarismo. La orfandad de líderes, la sensación de que los capitanes y subalternos abandonaban el barco al garete, pudo haber acelerado el hundimiento, pero no lo provocó. Semejantes problemas económicos tienen causas económicas. Por eso, si bien valoro el intento final de Cavallo, valiente y desesperado, para redimir a su criatura en beneficio propio y de todos nosotros, sus esfuerzos estaban condenados al fracaso. Su Frankenstein ya tenía vida propia.
5) Fallas en el mercado crediticio: opino que la crisis alcanzó semejante paroxismo, sin haberse corregido antes los factores 1 y 2, debido a increíbles fallas en el mercado del crédito estatal, aunadas a la rigidez del endeudamiento en monedas extranjeras de sectores no exportadores.
Observemos la siguiente escena: un hombre camina solo al borde de una escollera. Se pendulea; salta; hace todo tipo de piruetas. Finalmente, cae al mar embravecido y muere por asfixia. «El problema fue la imprudencia del caminante», dicen los fiscalistas. Pero la cuestión es entender por qué fue posible, durante tanto tiempo, comportarse fiscalmente mal. ¿Cómo disponer las barandas para que los imprudentes no se caigan?
La convertibilidad fue tomada demasiado en serio (¿o a la ligera?), despreciando los principios elementales del hedging de monedas (materia de estudio ya por parte de los aspirantes a peritos mercantiles) máxime cuando, de forma muy extraña, casi nunca llegó a utilizarse el mercado de futuros de divisas a mediano plazo para cubrir riesgos de cambio. Se estimuló la denominación en moneda extranjera, sin cobertura, de los financiamientos de proyectos que no generaban, directamente, divisas. Se estimaba que, de algún modo (¿cuál?), las mejoras en servicios harían más competitiva la economía, contribuyendo a obtener, indirectamente, las divisas. Capcioso argumento, pues si los proyectos que traían las divisas directamente debían repagar sus deudas, ¿cómo las pagarían quienes no las generaban directamente? El modelo sólo podía cerrar reinvirtiendo indefinidamente todo el excedente en el país, sin experimentar nunca salidas netas de reservas (dividendos + intereses + retiros de capital < ingresos de capital).
El mercado crediticio se tornó ideológicamente miope, fomentando el desarrollo malsano del desbalance de las finanzas públicas y privadas. Y su reacción tardía ya no fue higiénica sino destructiva. Podría hablarse de un moral hazard de los prestamistas, que ingenuamente incentivados por el aparente retorno de su negocio, consintieron en confundir la legislación formal del Congreso («la convertibilidad es una ley; no se puede devaluar sin pasar por el Congreso; y nadie va a querer destruir este sistema que les conviene a todos») con la ley económica real de la oferta y la demanda de divisas, que nada sabe de formalismos ni de legisladores. ¡Como si la asociación de hoteleros creyera proteger del mal tiempo a los turistas obteniendo una ordenanza municipal que asegurara que no llovería nunca!
Nótese que una de las moralejas de este enfoque, es que la mentada baja del gasto público no hubiera evitado la crisis, porque en lugar de prestarle al Estado, con la misma lógica se le hubiera prestado más al sector privado, aún sin capacidad de exportar. Después de todo, a alguien había que prestarle los excedentes. ¿Por qué enfatizar sólo la voracidad del cerdo y no la incontinente benevolencia de quien lo alimentó durante tantos años?
La Ley de Convertibilidad generó un espejismo (véase Mitos económicos, El Economista, 16/8/02), que fue convalidado desaprensivamente por el afán inmediato de lucro, relativizando la posibilidad de shocks externos desfavorables, al destinar el grueso de los créditos en moneda dura, directa o indirectamente, al consumo interno.
El factor de rigidez que exacerbó la crisis, no fue sólo el tipo de cambio fijo, sino la denominación de préstamos en moneda extranjera destinados a actividades que perciben sus ingresos en moneda local. Si, por lo tanto, estas actividades, que representan una proporción tan significativa de la producción interna, requieren ser financiadas en moneda nacional, la gran enseñanza de política económica de esta crisis es que no puede escapársele al problema de inducir ahorro nacional en moneda nacional. O estaremos construyendo nuevos castillos de naipes.