Bastante tenemos con la depresión económica reinante como para adicionarle dos males interrelacionados: obtener de ella moralejas erróneas o fomentar cursos de acción nuevamente fantasiosos. Me cansé de leer artículos propiciando la vuelta a la convertibilidad, la contención del déficit fiscal en condiciones depresivas y la offshorización de la banca. Paso a exponer mis puntos de vista.
El argumento del abandono absoluto de la soberanía monetaria es archiconocido: como nuestro Estado es manirroto, atémosle las manos quitándole la política monetaria. Entonces no tendrá más remedio que gastar sólo lo que recauda o incurrir en déficits financiados voluntariamente. La miopía de esta posición es doble: a) ignora que existen otras fuentes de financiación, tales como el aumento de los impuestos (ya sea por medio del aumento de las tasas impositivas o de la base imponible), la emisión de bonos (financiamiento compulsivo) o los simples libramientos impagos; b) ignora que ciertos gastos están irremediablemente comprometidos jurídicamente, y que el Estado debe hacerles frente, al menos en el mediano plazo. Se prefiere así, tácitamente, la cesación de pagos a la inflación. Pero confunden la causa con el efecto. Si alguien está decidido a robar, por más que le corten las manos lo hará igualmente con los pies y/o con la boca.
Estos esquemas de tomar la credibilidad prestada de una moneda extranjera presentan una paradoja: cuando funcionan, alimentan el crédito público recurriendo al espejismo de una estabilidad prestada, y a través de él, el gasto público (como sucedió con el reciente experimento de la convertibilidad); cuando no funcionan, sólo alimentan la cesación generalizada de pagos y la depresión económica, sin ulterior recurso a un proceso de ajuste flexible. En nuestro país hubo cinco experimentos de convertibilidad. Todos terminaron así. No es casualidad que de entre más de 180 países afiliados al FMI, sólo cinco repúblicas pequeñitas utilicen dicho mecanismo.
Sucede que la mayor parte del dinero que se utiliza es contable e inmaterial, no billetes físicos. No bien el sistema bancario local comienza a reproducir los dólares billetes en dólares escriturales, éstos quedan automáticamente contaminados por el riesgo país, pues su contrapartida es crédito otorgado a empresas que operan en la Argentina, y que están expuestas a todas las vicisitudes que ello implica. Así, el inmaculado dólar billete termina metamorfoseado en ese travesti denominado argendólar, que no es ni dólar ni peso, como los depositantes locales acaban de descubrir. La convertibilidad es un disfraz, y dura lo que un Carnaval.
Todos los requisitos a implementar para que funcione sostenidamente la convertibilidad son los mismos que se requieren para que funcione sostenidamente la política monetaria autónoma: seguridad jurídica para no destruir el crédito privado, y uso eficiente del gasto público, a fin de no destruir el crédito público, evitando inducir tasas de interés reales expropiatorias (e ilusorias) que, tarde o temprano, terminarán minando la estabilidad monetaria, sea ésta denominada en pesos o en argendólares.
Pasemos al segundo mito: la disminución del déficit fiscal como medio para propender a la reversión de la depresión vía reestablecimiento de la confianza inversora. En medio de un naufragio ya no es posible conducir «ortodoxamente» el barco. Es más importante la calidad del gasto que el equilibrio fiscal, porque es mejor endeudarse, aunque sea de modo forzoso, para cosas buenas, que seguir derrochando recursos, aún cuando se contara con el financiamiento «genuino» para hacerlo. Paradójicamente, quienes propugnan tender al equilibrio fiscal primario a toda costa, ayudan a ir eliminando los destinos más valiosos (y menos urgentes) dejando el gasto concentrado en lo peor. Ejemplo: la baja de sueldos induce una selección adversa de funcionarios, inversamente proporcional a sus capacidades productivas. Además, la noción de equilibrio fiscal lleva rápidamente a justificar el aumento de los impuestos. De lo que hay que hablar es de una gigantesca reasignación cualitativa del gasto público, lo que significa rediseñar las instituciones para hacerlo. Si el uso de los recursos públicos es para hacer más productiva la economía, el equilibrio vendrá solo. En cambio, si el equilibrio se logra mediante los usuales recortes indiscriminados, confabulará finalmente contra su sostenibilidad, porque todo derroche terminará induciendo recesión con su consecuente caída de recaudación. Más de un sector que pide la baja del gasto, no tiene ni idea de su interdependencia macro con el Estado. El piso de un consorcista es el techo de otro. Resulta asombroso ver cómo se percibe el gasto público como un compartimiento estanco, como si las erogaciones públicas no se tradujeran inmediatamente en ingresos privados. Toda reducción de gasto público irá a cancelar deuda, deprimiendo aún más el consumo. Con nuestro pasado, hagamos lo que hiciéramos, no volverán por un lustro nuevos capitales.
Un corolario de lo anterior es que, si concluimos que no es posible propender al equilibrio fiscal inmediato, dada la inercia y criticidad interna de los compromisos jurídicos internos adquiridos, entonces caemos en la necesidad de financiarlo. Habrá que diseñar una política monetaria y crediticia no inflacionaria a través de la imposición de obstáculos a la fuga de divisas. Este asunto de inducir la demanda de dinero nacional al servicio de la reactivación merece un próximo artículo.
El tercer mito es increíble que haya llegado a ser difundido por profesionales ilustrados: la banca off shore. ¿Cómo puede alguien creer que si se facilita la salida del ahorro nacional al exterior, se restablecerá el sistema financiero interno? ¿Qué gerente bancario tomará depósitos locales, según normas internacionales, para enviarlos al exterior, y luego represtará los recursos en la Argentina (así sea para financiar exportaciones), si el riesgo de intervención estatal estará siempre latente? Los propulsores de esta idea deberían ser más explícitos y decir que lo que están fomentando es la fuga institucionalizada de los capitales nacionales. Muy bueno para los rentistas, muy malo para el país. Un sistema financiero así reconstruido, es peor que nada, porque sin la posibilidad de transferir los fondos al exterior, por definición el crédito interno deberá ser aplicado, voluntariamente o no, en el país, pues el atesoramiento nacional tiene un límite. No es casualidad que quienes propician este sistema también propicien la vuelta a algún tipo de convertibilidad.
Toda esta manera de razonar induce la amputación de la política monetaria, fiscal y crediticia, clausurando el Estado y tornando a la sociedad hacia un estado de naturaleza, donde cada uno se las arreglará como pueda. Cual un padre que seccionara los miembros de su hijito para que no haga travesuras. El Estado es el semáforo de la sociedad, y si no funciona debe arreglárselo, no desconectarlo, a la manera puramente liberal. La seguridad jurídica, base de todo progreso, no podrá ser importada. Debe ser construida localmente. No resulta extraño que toda credibilidad comprada en base a la reputación ajena, finalmente se malverse.
Justamente detrás de estos enfoques se esconde la idea de que no estamos listos para refaccionar nuestras instituciones a fin de lograr una fundada credibilidad, y que debemos comprar tiempo para hacerlo. Pero los resultados están a la vista: si se compra el tiempo, ¿después para qué reformar las instituciones? El momento es ahora, o nunca.
Con ideas como éstas no vamos a ningún lado y seguimos buscando soluciones mágicas. Mitologías económicas. Que los dioses nos protejan de ellas.